La larga marcha del «general» William Barr

Por Nina L. Khrushcheva*
Fuente: Project Syndicate

La muerte de George Floyd, un hombre negro, desarmado y esposado, a manos (o más exactamente, bajo la rodilla) de un policía en Minneapolis generó protestas masivas en todo Estados Unidos contra el racismo sistémico y la brutalidad policial, y también llevó a que cada vez más personas fuera de Estados Unidos confronten el legado de racismo y desigualdad en sus propios países. Pero el gobierno de Donald Trump no está haciendo lo mismo.

En vez de eso, la administración Trump ha continuado (e incluso acelerado) su intento de vaciar las instituciones estadounidenses en favor de un populismo nihilista. El objetivo final es el mismo de siempre: crear un régimen iliberal pleno en Estados Unidos.

Nadie está más comprometido con este sueño que William Barr, el procurador general de Trump. Es posible que Barr no tenga ni la más remota idea de quien fue Antonio Gramsci (y Trump casi seguro que lo ignora). Pero el ansia de poder de Barr y la astucia animal de Trump parecieran haber llevado a ambos hombres a intuir la teoría del filósofo marxista italiano respecto de la hegemonía cultural: la idea de que la clase gobernante obtiene el consentimiento de la sociedad al statu quo logrando que las instituciones del país encarnen y promuevan una ideología legitimadora.

Escuelas, tribunales, instituciones religiosas y medios, por ejemplo, pueden tener un importante papel en la internalización de normas, valores y creencias; a todas estas instituciones han apelado Trump, Barr y los republicanos estadounidenses más en general. Pero en respuesta a las protestas actuales, la administración Trump dio un paso más, al emplear las fuerzas policiales e incluso el ejército al servicio de sus objetivos ideológicos.

El 1 de junio, Barr (a quien, según se dice, lo de «general» en su título le encanta) ordenó ensanchar el perímetro de protección que se había delimitado en torno de la Casa Blanca. La policía cumplió esa misión (que suponía expulsar a manifestantes pacíficos de la plaza Lafayette, lugar de muchas protestas importantes en la historia de los Estados Unidos) usando gas lacrimógeno, bombas de humo, aerosol de pimienta, porras, caballos y escudos antidisturbios.

A continuación, Trump cruzó la vaciada plaza para que le sacaran fotos sosteniendo con actitud torpe una Biblia frente a la Iglesia de San Juan. También se lo pudo ver a Barr, muy orondo al lado de un general de verdad, Mark Milley (presidente del Estado Mayor Conjunto), quien más tarde, tras una andanada de críticas, expresó arrepentimiento por haber participado. Según reconoció: «Mi presencia en ese momento y en ese entorno creó una percepción de involucramiento del ejército en la política interna». En realidad, fue peor que eso: el espectáculo puso en duda una tradición de 240 años de actitud estrictamente apolítica por parte del ejército estadounidense.

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Trump insiste en que su politización de las fuerzas armadas es una cuestión de defender «la ley y el orden» (una frase que se remonta a Richard Nixon, otro presidente estadounidense acostumbrado a la retórica dura y con aspiraciones autocráticas). Pese a que las manifestaciones han sido en general pacíficas, Trump asegura que el uso de la fuerza contra los manifestantes es en realidad un «acto de compasión», ya que supuestamente «salva vidas». El encuentro de Antonio Gramsci y George Orwell.

Pero ex altos comandantes militares estadounidenses no se dejan engañar por la administración Trump y condenaron el espectáculo de plaza Lafayette. El general James Mattis, ex secretario de defensa de Trump, dijo que este «abuso de la autoridad del ejecutivo» era una «burla» a la Constitución de los Estados Unidos. Más de mil exfuncionarios del departamento de justicia publicaron una carta en la que piden una investigación interna de la respuesta de Barr a las protestas.

Pero Barr y Trump están tan empeñados como siempre en su búsqueda de la hegemonía cultural iliberal. Trump demonizó a los manifestantes, incluso promoviendo una teoría conspirativa absurda según la cual un hombre de 75 años al que en una filmación la policía arroja al suelo era un «provocador “antifa”». También intentó desplegar 10 000 soldados en servicio activo en las calles de Washington, para «dominar» a los manifestantes, a los que llama «matones».

Por su parte, Barr magnificó los hechos de violencia, y asegura (sin ninguna prueba) que los alientan «grupos extremistas de ultraizquierda». Y el  que desplegó un «ejército» propio: agentes correccionales federales (entrenados para sofocar motines carcelarios, no para manejar protestas pacíficas) vestidos de uniforme negro, sin placas u otras insignias.

Pero entre Trump y Barr hay una diferencia fundamental. El primero es un autócrata de reality TV, que se cree que fingirse fuerte lo hace fuerte, mientras se esconde en un búnker y detrás de un vallado de seguridad absurdamente alto. (Como nací en Rusia, sé muy bien de presidentes ocultos tras altos muros que aunque supuestamente simbolizan el poder en realidad desnudan el temor estatal a la sociedad civil.)

Barr, en cambio, es un apparatchik convencido. Trump afirma que su autoridad es «absoluta», pero Barr está decidido a completar la «larga marcha a través de las instituciones» (según palabras de Rudi Dutschke, dirigente radical alemán de los años sesenta que estudió la obra de Gramsci) necesaria para hacer realidad esa afirmación. Esto incluyó, por ejemplo, debilitar la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la interferencia rusa en la elección presidencial de 2016 y obligar a fiscales federales a abandonar un caso contra el general Michael Flynn, primer asesor de seguridad nacional de Trump. Su último asalto a la democracia es el despido de Geoffrey Berman, un fiscal federal de Manhattan que investigó a varios miembros del círculo de Trump.

Que Barr corrompa su cargo y menoscabe la rendición de cuentas y la transparencia del ejecutivo no se debe solamente a la lealtad personal hacia Trump. Sus motivaciones son ideológicas. Como firme proponente de la teoría del ejecutivo unitario, cree sinceramente en la idea de que el poder de los presidentes es ilimitado. Según esta lógica, Trump tiene derecho a obstaculizar cualquier investigación de sus acciones, y hay que poner grandes límites al poder del Congreso para supervisar a la presidencia. Esta «idea espeluznante de poder presidencial irrestricto» (como la denomina el periodista Damon Linker) es afín a la de Carl Schmitt, el jurista favorito de los nazis.

Así que el general Barr es todo un Gauleiter. Y bajo Trump, se le ha dado la oportunidad definitiva de implementar su ideología, sin importar las consecuencias para el orden constitucional de los Estados Unidos. Sospecho que hasta Gramsci se asombraría al ver cuan abiertamente Barr empleó el «aparato de coerción estatal» para asegurar la «disciplina de aquellos grupos que no consienten» la hegemonía de Trump (y la suya propia).

*Nina L. Khrushcheva, profesora de Asuntos Internacionales en The New School, es miembro principal del World Policy Institute. Su último libro (con Jeffrey Tayler) es Tras los pasos de Putin: Buscando el alma de un imperio en las once zonas horarias de Rusia.

Traducción: Esteban Flamini