Volvimos y cambiamos

Por Quimey González

“Parecido no es lo mismo, caballero” decía el Relator a Don Rodrigo díaz de Carreras, en una de las más geniales obras de Les Luthiers. Y no, parecido no es lo mismo.

Volvimos para ser mejores, dijo todo el arco político hoy gobernante. Ganamos con un nombre parecido, pero diferente: del ya legendario Frente Para la Victoria (FPV) al actual Frente de Todxs (FT). Entonces, cabe preguntarse, ¿cambiamos o somos lxs mismxs de siempre?

La fallida estatización de Vicentín, el varias veces postergado impuesto a las grandes fortunas, la desaparición de Facundo, los cruces entre Frederic y Berni, y otras, vienen marcando la agenda de las “tensiones” en el alma progresista del Frente de Todxs.

Un alma progresista que parece tener problemas para autopercibirse como tal. O, más bien, para saber cuándo se toma lo “progresista” como un valor y cuándo como chicana. Si el gobierno no afecta intereses, esto se explica por la falta de voluntad, exceso de tibieza socialdemócrata -o alfonsinista-, contracara de las epopeyas del peronismo puro y duro. Ese que, dicen, no necesitaba consensuar con traidores y apátridas. Pero cuando la estatalidad devuelve una de sus peores caras, la violencia institucional, vemos resurgir el valor ético irrenunciable de la identidad progresista, refractaria a todo atisbo conservador o rémora castrense del discurso gubernamental.

Acabamos de hacer una simplificación burlesca, polémica. Sin embargo, algo de esto hay en las incomodidades que habitan nuestro experimento frentetodista.

Progresistas de Perón

La derrota legislativa por la 125 y la posterior victoria electoral de 2011 por el 54% de los votos, instituyeron un liderazgo político inigualable, el de Cristina. En esos años, también se generó una fusión entre la exaltación de la verticalidad y el alma progresista del proyecto: La Jefa era garantía de una brújula con el Sur claro. Así, no se buscaba consenso porque no se percibía necesario. Por un lado, la mayoría estaba representada en el liderazgo y, por otro, éste comandaba el sentido estratégico de toda acción política y gubernamental.

Así, se generó una amalgama entre dos discursos que se habían divorciado luego del 74. Peronistas de Perón y almas sensibles de la urbanidad, ambos formaban parte de una nueva etapa del movimiento nacional y popular -y democrático.

Hoy, quienes más insisten en señalar la tibieza del albertismo, rememoran un kirchnerismo vertical, peronista y no-progre. Sin embargo, un breve repaso por las articulaciones políticas y electorales del kirchnerismo desde 2003 a 2017 -exitosas o fallidas-, permite observar una recurrente búsqueda por constituir espacios que difícilmente puedan ser catalogados de otra forma que “progresistas”: la transversalidad de los primeros años de Néstor; la Concertación Plural de “Cristina, Cobos y Vos”; el Unidos y Organizados de los patios militantes; o la Unidad Ciudadana en escenario 360 y sin banderas partidarias. Por supuesto, el PJ siempre estuvo allí. Como sello o como territorio. Pero kirchnerismo ha sido, durante todos estos años, sinónimo de una expresión específica de progresismo, algo así como un “progresismo peroncho”.

¿Por qué interesa resaltar esto? Porque lejos de resultar una externalidad o un artilugio táctico y coyuntural, la identidad progresista, socialdemócrata -incluso republicana- del kirchnerismo es una constante. En ese sentido, Alberto no encarna una mutación ideológica ajena a la identidad “K”. Lo novedoso de este proceso no está ahí.

Asumirse parte, conservar el todxs.

Así como la 125 y el 54% fueron determinantes en la construcción de la narrativa del kirchnerismo, la derrota de 2015 y los 4 años de macrismo generaron otro sismo: pasar de ser el todo a asumirse como una parte.

La épica de la verticalidad y el Estado militante debieron adecuarse a un escenario que evidenció, de golpe, un seguidilla de desencantos: nada era irreversible; ni las mayorías eternas; el pueblo no era una esencia; tampoco un reflejo sociológico; el valor de la institucionalidad no se reducía al mero fetiche de los radicales; entré otras.

Hoy, el Frente de Todxs expresa un proceso no cristalizado. Volvimos al gobierno, porque tomamos nota de que si nos dividimos gobierna Macri. Sin embargo, aún persisten tensiones que evidencian interpretaciones diferentes respecto de la profundidad y alcance del impacto que nos generó la derrota en manos de la -imprevista y subestimada- articulación de una mayoría de derecha.

En ese marco, podemos puntuar algunas observaciones de cara a la coyuntura. En primer lugar, parece evidente que el kirchnerismo ya no es quien detenta la representación del movimiento, sino que encarna a un sector: mayoritario en votos y en potencial organizativo y político, pero un actor entre otros, que debe acordar para gobernar. En segundo lugar, la novedad política del Frente de Todxs se expresa en esta experiencia de peronismo a la uruguaya: una coalición de partidos que conforman un frente electoral bastante más reglado que de costumbre, y que sostiene una dinámica similar en el gobierno, repartiendo los cargos en relación al peso de cada fuerza política. En tercer lugar, el triunfo de una coalición de derecha por la vía electoral vino a reforzar la noción de hegemonía -en tanto articulación de una mayoría que siempre es, en última instancia, contingente-, en desmedro de la creencia en un pueblo que existe, piensa y actúa de una manera determinada, al que sólo hay que representar. Por último, la evidencia inobjetable de la reversibilidad de las transformaciones -en Argentina y Sudamérica-, nos obliga a una mayor valorización de la institucionalidad democrática.

Por todo eso, y ante la embestida global de las derechas, quien se posiciona hoy desde el gobierno con un discurso progresista asume un lugar más conservador que de costumbre.

Retomando la polémica inicial, somos lxs mismxs pero cambiamos. En un escenario más adverso e impredecible, conservadurismo y progresismo quizás sean menos refractarios de lo que los libros enseñan. Sin embargo, adaptarse a los cambios no implica desprenderse de los principios que orientan un proyecto político transformador.

En un mundo carente de certezas, un proyecto justicialista del siglo xxi es más necesario que nunca. En palabras de Néstor, el gobierno no puede ser “fuerte con los débiles y débil con los fuertes”. Ahí se establece un límite. Que no es programático pero sí estratégico. Es la frontera ético-política para los consensos necesarios. Porque nuestra verdadera alma progresista se expresa políticamente cuando logramos disputarle el orden a la injusticia.