¿Sistema político en crisis?

Por: Roberto Candelaresi

Antes de abordar nuestro objeto de análisis en el presente, que trata de responder el interrogante de si el sistema político argentino está en crisis, conviene repasar en lo general, lo que la Ciencia Política nos enseña en torno a los efectos de las grandes crisis mundiales, y sus efectos políticos en nuestro subcontinente latinoamericano.

Tomamos sólo a título de referencia, cuatro de las secuelas que nos parecen más relevantes a nuestros efectos, de una amplia paleta que ofrecen autores de la disciplina:

  • Efectos sobre la democracia: Se debilitan las instituciones. De hecho, en los últimos 15 años se verificaron varios golpes de Estado en la región, aunque de nuevo cuño, no enteramente militar, desplazando distintos gobiernos democráticos afectados [Paraguay, Guatemala, Brasil y Bolivia].
  • Mayores demandas sobre el Estado: El cambio de paradigma con la ‘caída’ del Consenso de Washington y el neoliberalismo consecuente, a un Estado interventor, no solo en el plano teórico, sino en el decisional/operacional, pero que afecta los menguados recursos y dispositivos de Estados desarticulados en aquella etapa.
  • Más tensión y polarización política: La emergencia de diferentes miradas y perspectivas consolidadas ante las crisis económicas [v.g. mercado céntricas versus estado-céntricas], pueden tensionar los sistemas políticos y debilitar los espacios para el debate y la expresión de propuestas. Dejan un nuevo mapa político.
  • Dificultades en la consolidación del Estado de derecho, la aparición del Lawfare como estrategia política; la ley no se aplica de igual forma para todos, afecta gravemente la gobernabilidad y genera una creciente falta de apoyo a los sistemas democráticos y a los gobiernos.
Lorenzatti, el "lawfare" y la independencia judicial
Foto: IDEE

Marco material en nuestro territorio

El país desde hace décadas, no logra zafar de lo que hemos llamado en otros artículos el destino de Sísifo, asimilando los ciclos secuenciales de crecimiento y estancamiento, progreso y retroceso en su historia económica y social. Metáfora de aquel mito del rey de Corinto, que, castigado por los dioses, se vio obligado a empujar montaña arriba una pesada roca, solo para verla caer desde la cumbre y repetir eternamente el esfuerzo.

Sin embargo, el racconto en contexto describe una realidad peor; parecería que la roca cada vez se interna más profundamente en el valle. Tantos quiebres económicos, a los que siguieron crisis políticas, fueron deteriorando no solo las condiciones materiales de grandes mayorías, que implicó el crecimiento decuplicado de la pobreza en los últimos 50 años [del 4% al 40%], sino que la inestabilidad en las distintas esferas de la vida social, también importa una gran carga de frustración y descreimiento, que socaba la legitimidad de las instituciones y de la misma política.

En ese ambiente, la democracia – tal como se aplica en la actualidad – parece no ser idónea para cambiar el contexto. A su vez, los partidos políticos, ya no ofrecen proyectos concretos, sino unas difusas propuestas de corte ideológico, y ello solo como ofertas electorales en épocas de sufragio. Los partidos están desarticulados y vaciados. No existen debates en sus senos, los congresos y asambleas son escasos, y en todo caso, se realizan como eventos de información desde las cúspides [las famosas mesas chicas, donde TODO se decide], o propaganda para ‘mostrar convocatoria’. No existen discusiones programáticas serias, ni mucho menos doctrinarias. Esta realidad atraviesa la totalidad de los partidos con representación en el parlamento.

Desde la Trasversalidad propuesta por Néstor Kirchner, hubo confluencias de las distintas fuerzas que se reagruparon en torno a alianzas a lo largo de los periodos comiciales, algunas de las cuales se constituyeron en gobierno como “Cambiemos”, y más recientemente, el actual oficialismo con su “Todos Juntos”. El caso es que, por las posturas radicalizadas, la confrontación histórica entre elitistas/conservadores y populares, ha profundizado la “grieta”, con lo que el proyecto colectivo de los argentinos, hoy parece una quimera.

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Néstor Kirchner junto a Alberto Fernández. Foto: Infobae

Como consecuencia de las prolongadas crisis y sus parciales soluciones, de sus desarrollos y retrocesos, de su pendular adhesión ideológica por parte de mayorías (circunstanciales), la credibilidad en el sistema resulta claramente debilitada, y por tanto la voluntad popular inestable.

Para agravar el cuadro, la sociedad occidental (en la que ciertamente la Argentina está inserta), atraviesa con más énfasis en lo que va del siglo, una fuerte demanda de “decontrucción”, es decir, el intento de reorganizar de cierto modo el pensamiento occidental, ante un variado surtido de contradicciones y desigualdades no lógico-discursivas de todo tipo, tal como lo planteara originalmente el filósofo Jacques Derrida. Pero su enfoque fue ‘superado’ por sus intérpretes, quienes no se limitaron a deshacer analíticamente algunos conceptos para darle una nueva estructura, sino que, en su afán de cuestionar todas las premisas para derribar certezas, arrasaron con valores de todo tipo que incluso sirvieron como cimientos culturales y morales de la sociedad hasta el pasado reciente, sin lograr proponer otros igualmente sólidos.

Esa tarea, cuestiona las mismas bases de las instituciones y demuele (al menos, pretende) argumentos de actores colectivos, incluso tradicionales.

Por muy diferentes razones, incluso antagónicas, liberales y progresistas consuman la faena. Ambos son enemigos [selectivamente] de las tradiciones nacionales, por ejemplo. Pero tampoco han sido capaces de aspirar –y menos proponer – una axiología integral nueva y superadora para toda la sociedad, solo impulsan algunos valores de su interés primordial. Prevalece en lo político, el centrismo y la moderación en la “nueva cultura”. En este punto ha de aclararse que descartamos el tratamiento de las nuevas derechas ultramontanas, como los libertarios, ya que, si bien se proclaman como antisistema, la conducta de sus líderes asegura más allá de lo discursivo en su proselitismo, el aprovechamiento del actual sistema para su beneficio, toda vez que asumen posiciones institucionales.

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Javier Milei, diputado libertario. Foto: EDS

Se trata muchas veces, del resultado de un reduccionismo elemental. En el campo del Progresismo, se caracterizan los actores e instituciones tradicional del país, formulando generalizaciones sin distingos y lecturas unívocas de la historia. El Liberalismo hace lo propio demonizando otros actores (fundamentalmente colectivos, tales como sindicatos, la “casta política”, los docentes, etc.) e incidiendo en la opinión pública, mediante sus ‘periodistas’ propagandistas o exégetas ideológicos. Así, cualquier inconducta de algún individuo, se generaliza a toda su corporación, desacreditando toda la actividad o institución como corrupta, parásita, abusiva, etcétera.

La consecuencia inexorable de toda esa acción comunicativa es, en gran parte de la población, el descreimiento sobre la Política y el Estado, sus poderes, las entidades populares, e incluso de ciertos valores que resultan relativizados, sino defenestrados.

Por ejemplo, la autoridad paternal y sus prerrogativas sobre sus hijos, a la vez que concede la disposición plena de la gestación solo a la maternidad, en definitiva, estos ‘avances’ ideológicos socaban la forma tradicional de vínculos familiares, o, los ‘ataques’ argumentativos del ‘iluminismo’ liberal/progresista, donde repudian reputándola de irracionales o no respetan las opciones religiosas de la población, lo que produce desencuentros ideológicos entre las grandes urbes (donde esa NO FE se propaga más universalmente) y el interior profundo provincial [federal] de raigambre católica o evangélica.

Todo lo anterior, hacer perder legitimidad a las autoridades partidarias centrales, cuando éstas o promueven, o toleran, aquellos movimientos nihilistas o críticos hacia los modos de vida del interior. La credibilidad es dañada, además, cuando aquellas dirigencias tampoco son capaces de encontrar soluciones socio-económicas a las antiguas demandas del pueblo. De allí a la desazón sobre actividades partidarias e incluso, al abstencionismo electoral, hay un solo paso. Como este fenómeno es generalizado en todo el sistema de partidos, la estabilidad del conjunto se ve comprometida.

A su vez, la batalla cultural que continúa, ha tenido más victorias del lado del liberalismo, ya que es observable el paulatino abandono de formas solidarias, antes harto comunes, por un creciente individualismo. Cuando no hay unión en la comunidad, es decir, se pierde el principio de solidaridad social, emerge el conflicto y la violencia interpersonal. Una clara manifestación de este fenómeno es la opción preferente de la clase media por la educación privada, abandonando la pública -otrora de excelencia-, a los menos pudientes, aunque esa dirección esté refrenada por la crisis económica que afecta cada vez más a aquella clase.

Cuando se produce esta ola de descreimiento en lo colectivo, la sociedad fragmentada, tiende a ensimismarse en sus quehaceres o comunidad de proximidad, sean recreativas, religiosas o culturales. La pandemia estimuló aún más esta conducta de menor circulación y agravó cierta inestabilidad emocional y frustración. Explosión social latente.

Liderazgos decadentes y modernos

Tal como podemos observar en el mundo occidental, en estos últimos años, no abundan los estadistas en los gobiernos. Hay personas talentosas ciertamente, pero tal vez no es la estatura estratégica la que no se alcanza sino la configuración despolitizada y multitemática que ha tomado el mundo, la que dificulta la emergencia de líderes de escala. La República Argentina no es la excepción. Una mano nos sobra para identificar una persona así cualificada; dirigente y pensante, esto es, con pensamiento estratégico situacional.

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Foto: Télam

Parecería que el nuevo patrón de temáticas variadas que la vida moderna -según los condicionamientos que se nos imponen – y las demandas de las clases populares que hay que atender, no solo como imperativo moral por la deuda social que el propio Estado bajo otras manos produjo, sino para asegurar la gobernabilidad del país, se requiere un nuevo tipo de liderazgo con mirada (y práctica) omnicomprensiva. Alguien dice «líderes de nuevo cuño».

El politólogo britano canadiense Stephen Gill, cuando escribió sobre el «príncipe posmoderno», para referirse a las temáticas que venían a ocupar el centro de las relaciones internacionales incluyó: movimientos sociales, tecnología, derechos de los pueblos, medio ambiente, conectividad, solidaridad, etc. Postulaba que estos temas [forzados desde ‘abajo’] debían ser resueltos previamente a nivel doméstico por la política nacional, lo que incluye un equilibrio en el reparto de la riqueza para asegurar la paz social.

Los líderes no deben ganarse por el “globalismo” que pretende homogenizar todo, los intereses nacionales, no han pasado de moda como algunos pretenden infundir, la soberanía no puede ser negociada ni cedida. Para ello hay que evitar la creciente configuración de fracciones sociales por enfoques y prácticas opuestas y enfrentadas. Ningún proceso es neutro o despojado de poder, siempre subyacen formas múltiples de ejercicio.

Poder y crisis del sistema social

Ya reinstalados en la situación de nuestro país, repasemos que, en un ambiente tan confrontado, no se trata – creemos – de conciliar con todos, y de ese modo desdibujar una posición ideológica, sino todo lo contrario. El momento exige posicionamiento, por tanto; definiciones, que siempre resulta en opciones entre intereses a nivel operativo.

El gobierno actual en la coyuntura, debe ser capaz de crear un marco de convicciones compartidas que movilice a sus funcionarios electos y a la ciudadanía en general, al mismo tiempo que restablezca la autoridad del presidente, porque sin autoridad y sin marco ideológico no hay política.

Pero, además, para un buen funcionamiento sistémico, deberá lidiar con otra crisis confluyente: la del liderazgo [propio]. Cuestiones internas que deberán resolverse negociando entre AF y CFK más pronto que tarde, para lograr una síntesis conducente a prorrogar el mandato de la alianza oficialista, al menos por un periodo más, de modo de consolidar su proyecto político-económico de estabilización, crecimiento y desarrollo.

Un problema que hoy también resulta sistémico, aunque sea coyuntural, pero puede perpetuarse dado la tendencia electoral pendular entre las dos coaliciones con efectivas probabilidades de acceder al poder, el FdT y JxC, es la crisis de representación por falta de mayoría neta, ya que ni el oficialismo ni la oposición tienen número para imponer iniciativas sin recurrir a acuerdos en el marco legislativo. Lo cual, en otro contexto, sería propicio para el republicanismo y la virtud democrática. Pero de difícil concreción cuando la oposición no es dialoguista si no es en sus propios términos.

La no lealtad (o indiferencia) de una parte importante del electorado, respecto a las propuestas agonales alternativas que el escenario argentino ofrece, puede ser una expresión de una sociedad insatisfecha con la dirigencia política en su conjunto, que no se siente genuinamente representada en un momento histórico de agobio económico (especialmente después de la frustración de “Cambiemos”) que está transitando – para peor – por una inquietante pandemia.

La aspiración popular de una “significativa reforma política” y cambios económicos estructurales, es revelado en estudios de campo que señalan que ambas demandas son mayoritarias (+ del 50%). En realidad, esta pretensión está asentada en las sociedades de todo el primer mundo por caso, pero en el país, dado los temas irresueltos, se potencian tales anhelos.

Concretamente, el peronismo, tomado como ejemplo por ser el que históricamente (+ de 75 años) más adhesiones ha logrado, aún es visto por la sociedad como le mejor partido para salir de la crisis actual, incluso algunos académicos como A. Katz plantea que “históricamente el voto peronista es un voto de pertenencia y no de preferencia, y ese carácter se perdió en las PASO” [del año pasado]. Esto último constatado por el retroceso de votos en sectores sociales tradicionalmente afines, conforme a encuestas y ante la disminución muy importante de votos, desde el 2019.

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Foto: El Diario AR

Si la prosperidad no se produce pronto, a despecho que la pobreza y desigualdad fueron acrecentadas en mucho, por la gestión neoliberal del gobierno macrista, las mayorías juzgarán que el oficialismo pan-peronista solo gestiona y no soluciona. La pérdida de esperanza popular es letal para los proyectos políticos, de cualquier signo.

La caída de expectativas explicó el desapego del voto peronista en el último sufragio. Los esfuerzos compensatorios económicos de las políticas sociales, ya no son del todo útiles, en tanto persista la voracidad de los formadores de precio acelerando el proceso inflacionario. La demanda social, así nunca será saciada. De hecho, sectores medios-bajos y bajos ya no comparten las “ayudas” y reclaman trabajo.

Una crisis puede ser una oportunidad política

La racionalidad del bien común parece haberse perdido, dentro de tanta confusión de cambios y contradicciones. La política entonces debería ser recuperada como la verdadera herramienta [en tanto arte y acción] idónea y racional [siempre es lógica porque se basa en intereses concretos y relacionados] para velar por el bien común.

Para enfrentar problemas nacionales pero derivados por cuestiones hemisféricas o globales, se requiere integración, cooperación y construir una visión conjunta. Si hemos de cambiar incluyendo nuevos valores, estos deben ser plenamente consensuados para programar el rumbo de la nación. Debe existir la máxima libertad, pero siempre bajo un marco regulador.

Es esencial robustecer la política como decíamos, para vencer a las actuales y seguramente futuras limitaciones al desarrollo humano, que potenciarán las amenazas a la seguridad humana, como son las consecuencias de las guerras, que, en un extremo, pueden poner en juego la gobernabilidad democrática.

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Foto: AS

La macroeconomía, la arquitectura financiera por la deuda o las reformas institucionales [constitucionales, incluso] merecen debates políticos, no técnicos. Para ello insistimos tener un horizonte comúnmente aceptado, una visión de desarrollo de todos, o de la mayoría si ello no es posible.

Al caos y a la anarquía del mundo en esta época de confrontaciones y reconfiguraciones geopolíticas, que impactan directa o indirectamente en nuestro país alterando el escenario político, social y económico, debemos responder inteligentemente con un reposicionamiento como nación, una nueva mirada desde nuestros intereses nacionales, innovar en lo estructural sin afectar a los que menos tienen, emprender hacia adentro y hacia afuera un camino de cooperación y solidaridad en el contexto democrático, y esto exige la fecundación de la confianza política como uno de los activos principales para superar la crisis.

Si queremos preservar al sistema, aunque sea modificándolo (pero sin romperlo), las mejores alternativas siempre son aseguradas por LA POLÍTICA. La ausencia de normas o su falta de respeto por causa de un sistema político deslegitimado es el CAOS.