Una respuesta equilibrada a la inflación


Por JOSEPH E. STIGLITZ*

Si bien se anticipó que podría haber algunas escaseces de oferta cuando la economía global volviera a abrirse después de los confinamientos del COVID-19, éstas han demostrado ser más extendidas, y menos transitorias, de lo que se había pensado. En una economía de mercado gobernada al menos en parte por las leyes de la oferta y la demanda, uno espera que las escaseces se reflejen en los precios. Y cuando los aumentos de precios individuales se agrupan, lo llamamos inflación, que hoy está en niveles que no se habían visto durante muchos años.

De todos modos, mi mayor preocupación es que los bancos centrales reaccionen de manera exagerada, aumentando las tasas de interés en exceso y obstaculizando la recuperación incipiente. Como siempre, quienes están en la base de la escala de ingresos serían los más afectados en este escenario.

En los datos más recientes se destacan varias cosas. Primero, la tasa de inflación ha sido volátil. El mes pasado, los medios hicieron un gran alboroto por la tasa de inflación anual del 7% en Estados Unidos, mientras que no observaron que la tasa de diciembre era poco más de la mitad que la tasa de octubre. Sin ninguna evidencia de una espiral inflacionaria, las expectativas del mercado –reflejadas en la diferencia en retornos sobre los bonos indexados por inflación y los bonos no indexados por inflación- han sido debidamente acalladas.

Una causa importante de inflación más alta han sido los precios de la energía, que aumentaron a una tasa anual del 30% ajustada estacionalmente en el transcurso del último mes. Existe una razón por la cual estos precios se excluyen de la “inflación núcleo”. A medida que el mundo se aleja de los combustibles fósiles –como debe hacerlo para mitigar el cambio climático-, es probable que se registren algunos costos transicionales, porque la inversión en combustibles fósiles puede declinar más rápido de lo que aumentan los suministros alternativos. Pero lo que estamos viendo hoy en día es un ejercicio evidente de poder de mercado de los productores de petróleo. Conscientes de que sus días están contados, las compañías petroleras están echando mano a cualquier retorno que todavía puedan conseguir.

Los precios elevados de la gasolina pueden ser un gran problema político, porque todos los consumidores tienen que lidiar con ellos constantemente. Pero no es arriesgado decir que, una vez que los precios de la gasolina regresen a niveles más familiares pre-COVID, no alimentarán ningún impulso inflacionario. De nuevo, los observadores sofisticados del mercado ya lo reconocen.

Otro gran problema son los precios de los autos usados, que han puesto de manifiesto problemas técnicos en la manera en que se construye el índice de precios al consumidor. Los precios más altos significan que los vendedores están en mejor posición que los compradores. Pero el índice de precios al consumidor en Estados Unidos (a diferencia de otros países) capta sólo el lado del comprador. Esto apunta a otra razón por la cual las expectativas de inflación se han mantenido relativamente estables: la gente sabe que los precios más altos de los coches usados son una aberración de corto plazo que refleja la escasez de semiconductores que actualmente limita la oferta de autos nuevos. Hoy sabemos cómo fabricar autos y chips tan bien como hace dos años, de modo que todo da a pensar que estos precios caerán, dando lugar a una deflación mesurada.

Asimismo, dado que una gran proporción de la inflación de hoy es consecuencia de problemas globales –como la escasez de chips y el comportamiento de los cárteles petroleros-, es una gran exageración culpar por la inflación al excesivo apoyo fiscal en Estados Unidos. Por sí solo, Estados Unidos puede tener sólo un efecto limitado en los precios globales.

Efectivamente, Estados Unidos tiene una inflación ligeramente más alta que Europa; pero también ha experimentado un crecimiento más sólido. Las políticas estadounidenses impidieron un incremento masivo de la pobreza, cosa que podría haber ocurrido si no se las hubiese implementado. Al reconocer que el costo de hacer demasiado poco sería inmenso, los responsables de las políticas en Estados Unidos hicieron lo correcto. Es más, algunos de los aumentos de salarios y precios reflejan el equilibrio saludable de la oferta y la demanda. Se supone que los precios más altos indican una carencia, y los recursos se redireccionan a “solucionar” las escaseces. No señalan un cambio en la capacidad productiva general de la economía. 

La pandemia claramente expuso una falta de resiliencia económica. Los sistemas de inventarios “justo a tiempo” funcionan bien siempre que no exista un problema sistémico. Pero si se necesita A para producir B, y se necesita B para producir C, y así sucesivamente, es fácil ver cómo inclusive una alteración pequeña puede sobredimensionar las consecuencias.

De la misma manera, una economía de mercado tiende a no adaptarse tan bien a los grandes cambios como un cierre casi completo seguido de un reinicio. Y esa transición difícil se produjo después de décadas de perjudicar a los trabajadores, esencialmente a aquellos en la base de la escala salarial. No sorprende que Estados Unidos esté experimentando una “Gran Renuncia”, en la que los trabajadores renuncian a sus empleos en busca de mejores oportunidades. Si la reducción resultante de la oferta de mano de obra se traduce en aumentos salariales, comenzaría a rectificar décadas de crecimiento salarial real (ajustado por inflación) inexistente.

Por el contrario, apurarse a amortiguar la demanda cada vez que los salarios empiezan a aumentar es una manera segura de garantizar que el salario de los trabajadores, con el tiempo, se va a ver afectado. La Reserva Federal de Estados Unidos ahora está considerando una nueva postura en materia de políticas, y es momento de observar que los períodos de cambio estructural rápido muchas veces exigen una tasa de inflación óptima más alta, debido a las rigideces nominales a la baja de los salarios y los precios (lo que implica que lo que sube rara vez baja). Ahora estamos en un período de estas características, y no deberíamos entrar en pánico si la inflación supera la meta del 2% del banco central –una tasa para la cual no existe ninguna justificación económica.

Cualquier recuento honesto de la inflación actual debe estar acompañado de un gran descargo: como no hemos pasado por algo así antes, no podemos estar seguros de cómo evolucionarán las cosas. Tampoco podemos estar seguros de qué hacer con la Gran Renuncia, aunque es innegable que los trabajadores en la base tienen muchos motivos para estar enojados. Muchos trabajadores en los márgenes pueden verse obligados a regresar al trabajo una vez que se les acaben las reservas de efectivo; pero si están descontentos, bien pueden aparecer en las cifras de productividad.

Esto sí es lo que sabemos: un aumento importante y generalizado de las tasas de interés es una cura peor que la enfermedad. No deberíamos atacar un problema del lado de la oferta reduciendo la demanda y aumentando el desempleo. Eso amortiguará la inflación si se lo lleva demasiado lejos, pero también arruinará la vida de la gente.

Lo que necesitamos, en cambio, son políticas estructurales y fiscales específicas destinadas a desbloquear los cuellos de botella de la oferta y ayudar a la gente a enfrentar las realidades de hoy. Por ejemplo, las estampillas de alimentos para los necesitados deberían indexarse según el precio de los alimentos y los subsidios a la energía (combustible) según el precio de la energía. Más allá de esto, un recorte impositivo único de “ajuste por inflación” para los hogares de bajos y medios ingresos los ayudaría a atravesar la transición post-pandemia. Este recorte podría estar financiado por un gravamen a las rentas monopólicas de los gigantes petroleros, tecnológicos y farmacéuticos, entre otros, que ganaron una fortuna con la crisis.

*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía y profesor universitario en la Universidad de Columbia, fue economista jefe del Banco Mundial (1997-2000), presidente del Consejo de Asesores Económicos del Presidente de los Estados Unidos y copresidente de la Comisión de Alto Nivel sobre Precios del Carbono. Es miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa Internacional y fue autor principal de la Evaluación climática del IPCC de 1995.

Fuente: Project Syndicate