El conocimiento y sus enemigos: Sobreinformación, desinformación, y la guerra de las falacias

Por: Roberto Candelaresi

Introducción 

El hombre en la sociedad moderna está expuesto a tanta información, que su efecto puede ser el mismo de la ausencia de ella. Su consecuencia puede ser una limitante a la hora de tomar decisiones, amén de las secuelas psicológicas como el estrés, la frustración y ‘agotamiento’ mental, que padecen tantos individuos en la era posmoderna que transitamos.

Las falacias argumentativas están en la moda y en todas las esferas; intentando vendernos un producto, en la propaganda política, en los medios de comunicación (harto presentes) e incluso, cada uno de nosotros, podemos avalarlas en una conversación sin tomar conciencia.

Por ello, para quien pretenda sostener un pensamiento crítico y una mirada lo más objetiva posible de la realidad, el aprendizaje a reconocer las falacias argumentativas, será un instrumento valioso, en tanto desarrolla la capacidad de distinguir entre argumentos válidos y falaces, es decir, refuerza el enfoque crítico ante los múltiples mensajes recibidos por el sujeto, ayudándole a mejorar la toma de decisiones.

Asimismo, quienes requieran de la oratoria efectiva –por motivos políticos, sociales o profesionales–, para el debate, entender las falacias lógicas y argumentativas es esencial para el dominio de ese arte.

Las falacias lógicas y argumentativas son errores de razonamiento que pueden afectar nuestra comprensión y toma de decisiones. Aunque usualmente se usan de manera intercambiable, las falacias lógicas y argumentativas tienen diferencias clave en cuanto a su naturaleza y el contexto en el que generalmente se aplican.

Es decir, las falacias lógicas se relacionan con la forma estructural y la validez interna de un argumento, mientras que las falacias argumentativas se centran más en cómo se utiliza el contenido y el contexto para persuadir o convencer, a menudo de manera engañosa o no rigurosa.

Usadas para imponer una visión sobre otra, aunque sea mediante argumentos engañosos, las falacias son una poderosa arma comunicativa. Por ello, conocer y reconocer estas falacias es crucial para poder identificar y refutar argumentos inválidos.

El concepto de Falacia

Palabra de raíz latina [fallacia = engaño], se emplea tanto en la órbita de la lógica como de la retórica (además de otras disciplinas que comentaremos más adelante), designando a aquellos argumentos que parecen válidos a simple vista, pero que no lo son.

Es una forma de razonamiento erróneo, cometido inocentemente, o, perpetrado para manipular a los demás, ya que, aunque su lógica interna es errónea de todas formas puede resultar emocional o psicológicamente eficaz.

No obstante, un argumento falaz [no válido], no significa que sus premisas sean necesariamente falsas, ni tampoco sus conclusiones. Solo implica que el razonamiento que conecta a las premisas y las conclusiones es incorrecto, defectuoso. En este sentido, las falacias son errores procedimentales, y no tanto siempre de contenido. Cuando hay intencionalidad de falsear la verdad con apariencia de argumento, la falacia es una simple mentira para engañar a otros.

En la antigüedad clásica, especialmente la grecorromana, las falacias fueron estudiadas, incluso Aristóteles [siglo IV A.C.] desarrollando la Lógica, le dio una gran importancia, al desplegar sus refutaciones sofísticas, una vez que las identificó, organizadas por su invalidez dependiendo del lenguaje o no. Desde aquella época, se fueron incorporando a la lista una importante cantidad de falacias, normalmente identificadas por alguna denominación que refiere a su mecanismo de razonamiento ilógico. 

Para contrastar esa falencia, un militante del ámbito social o político, debe poseer una buena solidez al momento de argumentar sus ideas.

La filosofía y la psicología se relacionan entre sí de muchas maneras, entre otras cosas porque ambas abordan de una u otra forma el mundo del pensamiento y las ideas. Ambas disciplinas abordan las falacias lógicas y argumentativas porque se interesan por la validez (o su falta) de las conclusiones a las que se llega en un diálogo o debate. 

Como ya hemos apuntado, pero a modo de síntesis, la Filosofía rechaza esos razonamientos que se ‘visten’ de argumentos válidos, sin serlo, y dado que son consecuencia de su condición errónea, no pueden ser aceptadas las inferencias que se presenten. Al ser defectuoso el proceso que arriba a una conclusión, aunque sea esta «verdadera» por casualidad, vulnera una regla lógica, por ello no se lo considera válido. 

La psicología y las falacias 

A lo largo de la historia de la psicología, siempre ha habido una tendencia a sobreestimar nuestra capacidad para pensar racionalmente, seguir reglas lógicas y actuar y argumentar de manera coherente.

En general en este campo de estudios, con excepción de ciertas corrientes psicológicas, como la psicoanalítica de Sigmund Freud, se ha planteado la hipótesis de que los adultos sanos actúan sobre la base de un conjunto de motivaciones y consideraciones que se expresan fácilmente en forma textual y generalmente se enmarcan en el marco de racionalidad. Los casos en los que una persona se comportaba irracionalmente se interpretaban como un signo de debilidad, o como un ejemplo de falta de identificación de las verdaderas razones de sus acciones. 

El aporte relevante que la psicología puede hacer, que nada tiene que ver con los intereses de la filosofía y la epistemología que estudian las falacias en sí mismas, es investigar el modo en el que se utilizan.  Ver hasta qué punto los argumentos falsos están presentes en los discursos de personas y organizaciones, nos da una idea de la forma en que el pensamiento que hay detrás de ellos, se adhiere más o menos al paradigma de la racionalidad.

Conclusión a la presentación del problema

No obstante, en las últimas décadas se ha generalizado la idea de que el comportamiento irracional está en el centro de nuestras vidas, que la racionalidad es la excepción y no lo contrario. De hecho, hay también una realidad estudiada por las ciencias sociales, que ya nos da una idea de lo mucho que nos mueven emociones e impulsos poco racionales o nada racionales. 

Por tanto, es menester que esas ciencias abocadas al fenómeno de la actividad humana, –V.gr. Sociología, ciencia política, comunicación social, psicología social, economía política, etc.-, elaboren una especie de catálogo de falacias (“errores”) presentes en los discursos, objetos de sus respectivos estudios, para su difusión pedagógica en la sociedad, procurando así minimizar los efectos nocivos de sofismas y falacias en la vida diaria de la comunidad organizada. 

La clave para avanzar en el fortalecimiento de la formación de una ciudadanía consciente, proactiva, corresponsable y asertiva que haga evolucionar a nuestra sociedad democráticamente estable, está en que sus integrantes cuenten con las mismas oportunidades de estar completa y verazmente informados sobre los asuntos que le atañen.

El acceso a la información es un instrumento clave para el ejercicio de otros derechos tales como derechos económicos, sociales y culturales. El derecho a la información es entonces nuclear para que los ciudadanos tengan claridad respecto a los mapas políticos, las acciones públicas y la posición relativa de sus reales necesidades e intereses respecto a la gestión gubernamental, tanto como a las opiniones y expresiones que otros particulares, incluyendo a editoriales de medios de comunicación, propalan, teniendo capacidad de determinar su validez (o invalidez) argumentativa. 

Finalmente, sugerimos que, al igual que la protección que nuestra constitución (art. 42) y leyes conexas, otorga a los consumidores para una libertad de elección y contratación, se debería legislar exigiendo a los actores políticos (personales o institucionales), que emitan comunicaciones con información “cierta, objetiva, veraz, detallada, eficaz y suficiente”, para que los ciudadanos puedan ejercer su derecho a optar de una manera reflexiva y razonada.

Un discurso tal, caracterizado por la transparencia, limitaría el empleo de falacias, disminuyendo a su vez, la desigualdad de conocimientos que naturalmente existe entre quien concibe y publicita un programa o plataforma, y quien desde su condición de ciudadano elector lo pueda suscribir o desdeñar.