El Menemacrismo que hay en nuestra cultura política

Por: Roberto Candelaresi

Una mirada socio antropológica

Es difícil racionalizar la opción de la mayoría de votantes por un personaje con elocuentes taras y problemas intelectuales como Javier Milei, un fenómeno político de impacto en la Argentina.

Aunque su discurso es de negación de la “vieja política”, Milei, en realidad, representa no su negación, sino lo que hay de peor en ella. Él es la materialización del lado más nefasto, más autoritario y más inescrupuloso del sistema político.

Sin embargo, y hay que decirlo; Milei y otros referentes suyos, no necesariamente en todo su ideario económico ni menos su anarquismo (v.gr. antiestatal), es una expresión bastante fiel del argentino medio, un retrato del modo de pensar el mundo, la sociedad y la política que caracteriza al típico ciudadano de clase media aspiracional de nuestro país.

Indudablemente el nuevo líder, cuenta con una versión más oscura y ‘realista’, según describen sus antecedentes. Por ejemplo, cuando desplaza su acendrado dogmatismo libertario para tomar como propios dictados de las corporaciones dueñas del mercado, para derogar derechos y generar más privilegios aún para el gran capital. 

Además de la (justificada) bronca por el funcionamiento deficiente del Estado, en distribuir cargas y beneficios en la administración anterior –que se puede colegir que concurrió también–, aconteció una decisión electoral de una mayoría que podemos calificar de ‘temeraria’, a juzgar la propuesta libertaria para las clases populares – que ya se están concretando– que ungió a un “outsider” para gobernar los destinos de la nación.

Veamos. En el “mundo real” hay muchos argentinos prejuiciosos, violentos, políticamente analfabetos, racistas socioeconómicos, machistas, autoritarios, egoístas, moralistas, cínicos, chismosos, deshonestos, que no siempre se expresan así en la virtualidad digital, aunque se retroalimentan en ella.

Los avances civilizatorios de posguerra que el mundo vivió, y que, cristalizaron particularmente en nuestro país con el advenimiento del justicialismo, se materializaron en legislaciones, en políticas públicas (de inclusión, de lucha contra la explotación y la discriminación, y la casi criminalización del prejuicio), y en directrices pedagógicas para todos los niveles educativos. Pero, cuando se trata de valores arraigados, se necesita mucho más para cambiar patrones culturales de comportamiento.

La protección a opciones de género y la criminalización de la nueva figura del “femicidio” ya en la posmodernidad, redujo notablemente las expresiones públicas denigratorias y estigmatizantes, pero esas ofensas y marcas sobreviven en el imaginario de la población fuera de los grandes centros urbanos cosmopolitas. 

El prohibido manifestarse en sentido socialmente negativo, subsiste internalizado, reprimido no por convicción derivada de cambio cultural, sino por miedo al flagrante que puede llevar el castigo. Es por eso que lo políticamente correcto, por aquí, nunca fue expresión de concientización, sino algo mal visto por “adormecer la naturalidad de lo cotidiano”.  No producto de una superación cultural del prejuicio, sino por presión jurídico-policial. La conducta moderada se considera un “avance” en esta materia.

Fue algo parecido que pasó con el “argentino medio”, con todos sus prejuicios reprimidos y, a duras penas, ocultos, que vio en un candidato a la Presidencia de la República esta posibilidad de extravasación. He aquí, que él tenía la posibilidad de elegir -u optar en segunda vuelta-, como su representante y líder máximo del país, alguien que podría ser y decir todo lo que él también piensa, pero que no puede expresar por ser un “ciudadano común”.

Ahora este “ciudadano común” tiene voz. Él, de hecho, se siente representado por el presidente que ofende a las mujeres, los homosexuales, los indios, los norteños. Él tiene la sensación de estar personalmente en el poder cuando ve al líder máximo de la nación usar palabrería vulgar, frases mal formuladas, palabrotas y ofensas para atacar a quien piensa diferente Él se siente importante cuando su “mito” enaltece la ignorancia, la falta de conocimiento, el sentido común y la violencia verbal para difamar a los científicos, los profesores, los artistas, los intelectuales, porque ellos representan una forma de ver el mundo que su propia ignorancia no permite entender.

Este ciudadano se ve fortalecido cuando los líderes políticos que él eligió niegan los problemas ambientales, porque son anunciados por científicos que él mismo ve como inútiles y contrarios a sus creencias religiosas. Siente un placer profundo cuando tu gobernante más grande hace acusaciones moralistas contra enemigos, y cuando predica la muerte de “delincuentes” y la destrucción (desaparición) de todos los opositores.

Al ver el show de horrores diario producido por el “mito”, ese ciudadano no es tocado por la aversión, por la vergüenza ajena o por el rechazo de lo que ve. Al contrario, él siente aflorar en sí mismo el “León libertario” que vive dentro de cada uno, que habla exactamente lo que él mismo quisiera decir, que sobrepasa su versión reprimida y escondida en el inframundo de su yo más profundo y más verdadero.

Hay una gran masa social que no entiende nada del sistema democrático y de cómo funciona, de la independencia y autonomía entre los poderes, de la necesidad de isonomía de la justicia, de la importancia de los partidos políticos y del debate de ideas y proyectos que es responsabilidad del Congreso Nacional. 

Es esa ignorancia política que le hace tener orgasmos cuando el presidente actúa con desdén al Parlamento y a Tribunales, instancias vistas por el “ciudadano común” como lentas, burocráticas, corrompidas e innecesarias. Destruir, por lo tanto, en su visión, no es amenazar todo el sistema democrático, sino condición necesaria para hacerlo funcionar.

Este ciudadano medio no va a la calle para defender a un gobernante lunático y mediocre; él va a gritar para que su propia mediocridad sea reconocida y valorada, y para sentirse acogido por otros lunáticos y mediocres que forman un ejército de títeres cuya fuerza da ayuda al gobierno que lo representa.

Al “mediopelo” argentino le gusta la jerarquía, ama la autoridad y la familia patriarcal, condena la homosexualidad, ve mujeres, criollos e indigentes como inferiores y menos capaces, tiene asco del pobre, aunque es incapaz de entender que es tan pobre como los que condena. Mira la pobreza y el desempleo de los demás como falta de fibra moral, pero entiende la propia miseria y falta de dinero como culpa de los demás y falta de oportunidad. Requiere del gobierno beneficios de toda orden que la ley le asegura, pero cree absurdo cuando otros, principalmente más pobres, tienen el mismo beneficio.

Pocas veces en nuestra historia el pueblo de medio pelo estuvo tan bien representado por sus gobernantes. Por eso no basta con preguntar cómo es posible que un presidente de la República pueda ser tan indigno del cargo y aun así mantener el apoyo incondicional de –por lo menos– un tercio de la población. La cuestión a ser contestada es como millones de argentinos mantienen vivos patrones tan altos de mediocridad, intolerancia, prejuicios y falta de sentido crítico al punto de sentirse representados por tal gobierno.

En conclusión

Resumiendo, estos liderazgos caracterizan nuestra era, los panelistas televisivos, o influencer de las redes devenidos en políticos … “de casta”, aunque se popularizan por estar en contra. 

Hoy se ejerce un populismo selectivo instigado por la aporofobia (pobres y planeros), y en los que la misma clase política es elegida, entre una élite de personas carismáticas y fotogénicas. Esto se presenta sin ninguna preparación en el pensamiento crítico ni en el arte de la gobernanza. 

Afortunadamente, el surgimiento de cualquier nueva forma de poder totalitario siempre ha llegado acompañado de formas renovadas de resistencia, y en las que predominan la diferencia y la colaboración (en lugar de la indiferencia y el colaboracionismo). Esperamos que haya tiempo de aprender del pasado para no repetir sus errores en el futuro, y, como obligación ética de los demócratas, asumir el compromiso de defender los derechos sociales, laborales, humanitarios que el progreso civilizatorio, y fundamentalmente; la lucha del pueblo movilizado consagró, y que muchos de los cuales ahora, bajo un cínico rótulo de modernización de las relaciones productivas, se quieren abrogar. 

Tal vez, con ese ejemplo, tantos otros compatriotas comiencen a tomar consciencia de sus propios e idénticos intereses, y se deje una impronta defensiva en la cultura ciudadana.