Por: Joaquín Szejer
Cuando Cristina Fernández de Kirchner eligió a Alberto Fernández como candidato a presidente de la república, corriéndose al centro, produciendo una cohesión en el peronismo y deslindando su figura de la cabeza electoral; generó en Cambiemos una paradoja y en el peronismo una inestabilidad. Tanto en uno como en el otro generó ventajas y desventajas, complicaciones y atajos.
La culpa es de Cristina.
El frente “Juntos por el Cambio” se encuentra en una encrucijada que comenzó el 18 de mayo del 2019 ¿radicalizar o ampliar?.
Desde el 2015 la alianza que comanda (¿comandaba?) Mauricio Macri eligió su rival antagónica: Cristina Fernández de Kirchner. Pese a asumir la presidencia con una retórica de nueva derecha “obamista”, la identidad política de la fuerza se fue tornando cada vez más hacia una definición por la negativa (anti), lo que la llevó – impulsada por un contexto regional- a radicalizar su discurso hacia la derecha. En las últimas semanas hemos sido espectadores de un endurecimiento de estas posturas: Las movilizaciones por Vicentín, el pedido cada vez más intenso de la apertura de la cuarentena y las acusaciones “comunismo” hacia el oficialismo.
Esta politización del núcleo duro generó un resurgir de algunos actores del otrora oficialismo, en especial de Patricia Bullrich y Mauricio Macri que buscaron capitalizar las demandas que sus votantes volcaron a la calle. Pero para cohesionar su tropa repararon sobre un discurso que previamente les había dado resultados: La culpa es de Cristina.
Con esta fórmula retórica generan varios efectos. El primero, ya mencionado, cohesionar la tropa en detrimento de quienes prefieren ampliar la base electoral. El segundo, intensificar la politización de su sector, atacando el discurso “alfonsinista” y “dialoguista” de Alberto, lo cual nos lleva al tercer efecto que es el de desligitimar la figura presidencial. La idea, en definitiva, sería generar la sensación de que Alberto no puede ser dialoguista mientras esté Cristina “presionandolo” para expropiar empresas en su espalda.
Esta posición de algunos actores de la oposición genera una paradoja. Pese a que hay un ala que piensa en ampliar la base electoral para intentar una victoria en el 2023, es difícil que ese sector gane una interna hacia adentro de juntos por el cambio. Algo similar al planteo de Randazzo en el 2017. Se precisa una figura hacia el centro para ganar hacia afuera, pero se precisan los votos propios para ganar hacia adentro.
Cuidar a Alberto
En su panorama semanal para el diario BAE del 11 de junio, Alejandro Bercovich citó un Whatsapp que le mandó José de Mendiguren al resto de los integrantes del grupo de la UIA: “¿Ustedes a quién tienen atrás? ¿A los milicos? ¿Para qué lo quieren esmerilar a Alberto? ¿Qué creen que viene si cae Alberto? ¿Cavallo? ¿O Cristina?”. Además de estos dichos, varios periodistas han dado a trascender (sin dar nombres) que ministros han dicho que la idea de expropiar Vicentín es una idea de Cristina.
De estas dos trascendidos se desprenden distintos análisis (sepa lector disculpar, como buen obsesivo soy fanático de la enumeración). El primero es la figura de Cristina como fantasma sobre el establishment, una idea que actúa como contrapeso de poder y correlación de fuerza. Esto quiere decir que su sola presencia en la política nacional, y puntualmente en el lugar que ocupa dentro del ejecutivo, pueden frenar la idea de socavar la presidencia de Alberto. La legitimidad política y la suceción de mando le corresponde a ella, por tanto, mejor negociar.
El segundo, es la idea de Cristina como chivo expiatorio, para exculpar a Alberto de los errores tácticos.
Antes de continuar me permito una digresión en este punto que espero extender en artículos posteriores. Gran parte del establishment y de la derecha en Argentina sufren, a mí entender, una “angustia democrática”. Por definición, la democracia refiere a una angustia en tanto uno debe admitir la existencia del Otro y la posibilidad de que ese otro compita y venza. Pero en una elite económica que conoció las mieles de la omnipotencia durante el gobierno anterior, la derrota primero, y la subsumición al Estado y la ley después, generan una angustia que hace que, a mi criterio, no puedan pensar ni estratégica ni tácticamente.
El pacto social
Hasta aquí una lectura de coyuntura con los problemas y ventajas que despierta tanto en la oposición como en el oficialismo la figura de la expresidenta. De esta lectura se infiere que sigue ostentando la centralidad de la política argentina pese a que desee correrse de ese lugar. En su persona, se encuadra la identidad política positiva de sus adeptos y la negativa de sus detractores. En este sentido y con la intensidad política que vive la Argentina desde hace ya varios años, trazar una estrategia para un eventual nuevo gobierno bajo su comando hubiese significado una tarea por demás compleja. Quien tenía un mayor apoyo popular era despreciada por la elite, y, a la vez, a quien apoyaron las elites fue rechazado en las urnas. Un nuevo empate hegemónico, citando a Juan Carlos Portantiero.
Así llegamos al meollo de la cuestión. Alberto propuso en su campaña un pacto social pero, en definitiva, él es el pacto social. Un pacto social extendido por la vicepresidenta hacia las elites para poder gobernar un país muy politizado, como diría Mirta Legrand. Es eso lo que advierte de Mendiguren a sus socios de la UIA, no “esmerilar” a Alberto, porque, sino volveremos al 2012/13.
Esa misma lectura hace un sector de la oposición que presupone ventajoso esos niveles de antagonismo para volver a ganar como en el 2015 uniendo las demandas contra el kirchernismo. Esta lectura, que a mi entender es lícita, trae consigo dos riesgos importantes. El primero es la aritmética electoral: rearmar un cincuenta y un porciento de los votos luego del reciente fracaso de gobierno es una gesta, por lo pronto, difícil. La segunda cuestión es que la radicalización hacia la derecha puede llevarse puesto incluso a quienes pretenden comandarla, Michel Temer saluda desde Brasil.