Una utopía que ha matado a más de 95.000 brasilerxs.
Por: Guido Nicolás Álvarez
En entregas anteriores de #MicroDebates hemos presentado nuestra preocupación respecto del progresivo surgimiento de movimientos anti-democráticos presentes en el espectro ideológico de lo que podría resumirse como la Derecha. De hecho, hemos citado a Ángela Merkel presentando esta misma inquietud frente al parlamento Europeo. Y casi como una comprobación histórica empírica, apareció Jair Bolsonaro.
En una reciente nota de Mónica Bergamo para Folha de S. Paulo se citan relatos del personal presidencial que aseguran haber sido criticados por el primer mandatario brasileño por usar barbijos. De acuerdo con este, “máscara é ‘coisa de viado’”. Como ud. sabe, esto último no es un acontecimiento aislado sino que se inscribe en una discriminación ya recurrente de Jair Bolsonaro a la comunidad LGQTB+ -como se observa por ejemplo en la entrevista que brindó con Stephen Fry en el 2013 para la BBC.
La novedad no es entonces su carácter homofóbico, sino que ahora se le añade un elemento que podríamos denominar “a-epistemológico” en tanto crítica a la comunidad académica internacional. Así el 7 de Julio del corriente el mandatario brasileño publicó un video en su cuenta personal de Facebook mostrándose tomando hidroxicloroquina y sosteniendo que “confía” en ella como tratamiento contra el coronavirus. Un video que pareciera confirmar su interés publicitario teniendo en cuenta su corta duración de apenas cuarenta y cinco segundos, y el haber sido publicado tan sólo dos semanas después de que la OMS diera a conocer en su sitio web que tal tratamiento “no tiene efectos sobre la reducción de la mortalidad en pacientes hospitalizados por COVID-19”. Aparece entonces en su discurso una posible “doble regresión” que combina una crítica al paradigma científico contemporáneo al tiempo que a las actuales luchas por el reconocimiento. Una apelación a volver a sociedades en las cuales no se reconocían las políticas de identidad y en las que la ciencia no formaba parte más que secundariamente de las políticas de Estado. Una paradójico norte que da lugar a pronunciar “Eu sou a Constituição” – parafraseando Luís XVI.
¿Cómo se da el lujo de proclamar estos postulados al nivel de primer mandatario?¿Es una simple “locura” desacreditar desde la homofobia el uso de barbijo cuando en el país han muerto, hasta el corriente, más de 95.000 personas? ¿Qué dispositivo habilita a esta Derecha a proferir tal extremo? En esta misma entrega, Quimey González se hace esta pregunta y trae la caracterización de Jorge Alemán respecto de la desinhibición de la Derecha para ofrecer una posible respuesta. Lo que observa es un alejamiento del centro político al tiempo que una radicalización de su discurso. Aquí, acudiremos complementariamente a Karl Mannheim en su estudio sobre las Utopías para reflexionar en torno a tal situación (tenga en cuenta que no nos referiremos a ellas en tono infantil como discurso bello y esperanzador acerca de un futuro mejor sino como dispositivo político).
De acuerdo con el sociólogo alemán, en el plano de las representaciones conviven antagónicamente dos dimensiones: las utopías, como ideas que alteran su orden actual en vistas a un futuro distinto, y la ideología, en tanto representaciones que no buscan modificar su orden político sino que lo reproducen. Ahora bien, las primeras al contener una promesa a futuro, devienen en capaces de ordenar el presente, de trazar el rumbo necesario para tal norte. En definitiva, de disciplinar las conductas hacia tal objetivo, Por ello los nuevos movimientos sociales y el progresismo asociados a las luchas por el reconocimiento recelan de la postulación de utopías. La utopía como dispositivo político supone la construcción de un punto teleológico, de un ‘deber ser’. Y en nuestra sociedad caracterizada por la progresiva conquista de Derechos, allí donde surge un discurso totalizante, aparece una reivindicación por las singularidades, el pluralismo y la diversidad. De hecho, el propio Mannheim había observado la caída de las utopías ya a comienzos del siglo XX.
¿Y qué sucede con sectores no asociados al progresismo? Se dan el lujo de disponer de utopías. Veamos. El autor nombra cuatro grandes formas de las cuales nos interesará particularmente una: la “utopía conservadora”. Esta se caracteriza por afirmar el pasado, considerando que los pueblos no deben crecer apresuradamente y, en sintonía, por enarbolar el espíritu originario del pueblo, el Volkgeist, usualmente la nación. Como vemos, esta forma puede caracterizar el discurso de la derecha radicalizada. En este sentido, podría pensarse que sectores dentro de la derecha tendrían la posibilidad de permitir la resurrección de las utopías bajo esta última forma. Esto es, que dispondrían de la posibilidad de postular discursos totalizantes utilizando su disciplina y su capacidad de articulación y movilización de identidades colectivas dado que precisamente no asocian sus demandas a los Derechos de las minorías.
En tal sentido, podría decirse que hay una derecha, que es a la que Bolsonaro fielmente representa, que se da el lujo de desinhibirse. Una derecha que puede apropiarse del dispositivo de la utopía. Aunque parezca el mayor oxímoron posible, J. Bolsonaro podría representar una vanguardia conservadora, una utopía al pasado. Una utopía a un tiempo en que no primaba el respeto por la singularidad, la legitimidad de la democracia, ni el consenso en la ciencia. De ahí su desfachatez.
Para finalizar, permítame contarle una anécdota especialmente relevante para nuestra coyuntura. En la Plaza Ameghino, situada en el barrio de Parque Patricios (Bs. As.), hay un monumento de Manuel Ferrari en honor a las víctimas y los héroes de la Fiebre Amarilla emplazado en 1873. En uno de sus lados se talló una dramática escena de vital importancia para nosotros -cuyo autor es el artista uruguayo Juan Manuel Blanes. Un niño descalzo (¿El futuro?) abre la puerta de su casa a un grupo de médicos y frente a ellos yace muerta una mujer (¿el pasado?) a la que un bebé busca alcanzarle el pecho. El monumento reza: “El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen”. Todo monumento, es una apelación al pasado hecha en el presente en nombre del futuro. ¿Por qué es importante este monumento? Porque, entre otras cosas, exhibe la alianza Estado – ciencia, apuesta constitutiva de las organizaciones políticas contemporáneas, y porque pone en evidencia la capacidad de convocar a la solidaridad de un pueblo en el marco de una catástrofe. Bolsonaro, sitúa su futuro en un tiempo previo a 1871. Una utopía que ha matado a más de 95.000 brasileños.