Por: Guido Nicolás Álvarez – Pablo Clariá
Desde los propios estudiantes hasta docentes y directivos, nadie dentro de la comunidad educativa consideraría que es deseable la virtualidad a secas para el sistema de educación obligatorio. Ahora bien, si ocurre que actualmente se leen y escuchan opiniones de referentes del ámbito educativo promoviendo la suspensión momentánea de la presencialidad se debe a que se considera que en una crisis sanitaria el primer criterio a tomar en cuenta sería el epidemiológico. ¿Por qué se desoye a una afirmación de tal sentido común? ¿Por qué se postulan otras variables tales como el sufrimiento o la ansiedad del alumnado o bien la calidad del aprendizaje? Quizás se deba a que la discusión sea más política que científica.
Como pudo observarse, el tema se politizó. La presencialidad se convirtió en un innegociable y apareció un nuevo actor demandante “las familias”. Aunque claro está, no todas las familias sino un sector de ellas fuertemente vinculados a los estratos medios y altos de los ámbitos urbanos. Y aquí aparece un fenómeno interesante. Los demandantes tuvieron mayor peso allí donde mayores niveles de privatización de la educación se registra. Releer el proceso de privatización puede entonces ayudar a iluminar lo ocurrido.
La privatización es una política estatal de trade-off en la que se obtiene financiamiento para proveer un servicio del cual no se cuentan con los fondos para garantizarlo, a costa de ceder regulación. Esto debería conducir a que los distritos con bajos niveles de presupuesto registren mayores niveles de oferta privada y viceversa. Sin embargo, emerge una paradoja. El distrito más rico de nuestro país, CABA, cuenta con el mayor nivel de privatización. Y esto guarda relación ya no con un problema estructural sino de crisis de legitimidad. Un sector de la sociedad que se retira de la utilización de los servicios públicos. Un sector “de salida” que parecería afirmar: “no me interesa lo que hagas con mis impuestos, yo me abro. No me interesa exigir mayor calidad ni mejor infraestructura en la escuela pública. No me interesa organizarme en la cooperadora. Directamente me voy”. Una rebelión.
La mejor metáfora de este proceso es el country. De hecho la OCDE ha publicado un informe en que registra el incremento en lo que denomina las “escuelas gueto”. Es decir instituciones en las que más del 50% del alumnado responden sólo a un estrato social. Todos procesos de auto segregación de un sector de ingresos medios y altos en los que se alza un muro metafórico o real, se contrata un vigilante en la puerta, se ponen cámaras de seguridad, y se levantan autovías para para evitar las villas a los costados. Lo mismo con las escuelas; pagar una una mejor infraestructura, un uniforme, servicios diferenciales, y quizás también el acceso a valores simbólicos, como ser: “mi hijo va a tal escuela” en concordancia con compartir la escolarización con un mismo sector social.
Si justamente la escuela de finales del siglo XIX y primera mitad del XX se sustentaba en quebrar esa endogamia clasista e integrar la heterogeneidad de poblaciones, este proceso de rebelión de los privilegiados convierte al sistema educativo en un espejo de la segregación. Y atrae consecuencias en última instancia en el nivel del armado de las políticas públicas.
Queremos llamar la atención sobre este proceso. En definitiva quienes han deciden no son los gremios, no son los directivos, no es el consejo de expertos. No son las muertes ni los contagios. Es la rebelión de las familias privilegiadas que han salido de la educación pública y que en clave de electorado, demandan su propio ejercicio de regulación de lo escolar decidiendo inclusive si se abren o cierran.
Credito Imagen: Victor R. Caivano – AP