Por Joseph E. Stiglitz*
Aunque ya parece historia antigua, no pasó tanto tiempo desde que las economías de todo el mundo comenzaron a cerrarse en respuesta a la pandemia de COVID‑19. Al principio de la crisis, casi todos anticipaban una recuperación rápida en forma de V; esto se basaba en suponer que una breve interrupción de la economía sería suficiente, y que tras dos meses de amorosos cuidados y montones de dinero, retomaría donde había dejado.
Era una idea atractiva. Pero ya estamos en julio, y la recuperación en forma de V es probablemente una fantasía. La economía pospandemia será casi con certeza anémica, no sólo en los países que no consiguieron controlar el virus (en concreto, Estados Unidos), sino también en los que se las apañaron bien. El Fondo Monetario Internacional prevé que a fines de 2021, la economía mundial apenas habrá crecido respecto de fines de 2019, y que las economías de Estados Unidos y Europa se habrán achicado alrededor del 4%.
El panorama económico actual puede analizarse en dos niveles. La macroeconomía nos dice que el gasto se reducirá, por el deterioro de los balances de empresas y hogares, una oleada de quiebras que destruirá capital organizacional e informacional, y una fuerte conducta precautoria inducida por la incertidumbre respecto del desarrollo de la pandemia y las respuestas oficiales. Al mismo tiempo, la microeconomía nos dice que el virus actúa como un impuesto a aquellas actividades que implican contacto humano cercano; como tal, seguirá impulsando grandes cambios en las pautas de consumo y producción, que a su vez provocarán una transformación estructural más amplia.
Por la teoría económica y por la historia, sabemos que los mercados por sí solos no pueden manejar bien una transición de esta naturaleza, sobre todo con lo repentina que fue. No hay un modo fácil de convertir empleados de aerolíneas en técnicos de Zoom. E incluso si se pudiera, los sectores que ahora están creciendo se basan menos en la mano de obra y más en el conocimiento especializado que aquellos a los que reemplazan.
También sabemos que las grandes transformaciones estructurales suelen crear un problema tradicional keynesiano, por aquello que los economistas llaman «efecto ingresos» y «efecto sustitución». Aunque los sectores no dependientes del contacto humano estén creciendo al mejorar su atractivo relativo, el incremento de gasto asociado no compensará la disminución del gasto derivada de la pérdida de ingresos en los sectores que se contraen.
Además, en el caso de la pandemia habrá un tercer efecto: el aumento de la desigualdad. Como las máquinas no pueden contagiarse el virus, crecerá su atractivo relativo para los empleadores, en particular en los sectores en contracción que usan mano de obra relativamente menos cualificada. Y como las personas de bajos ingresos gastan en bienes básicos una proporción mayor de lo que ganan que las más pudientes, cualquier aumento que la automatización induzca en la desigualdad será contractivo.
A todos estos problemas se suman otros dos motivos para el pesimismo. En primer lugar, la política monetaria puede ayudar a algunas empresas a enfrentar restricciones de liquidez temporales (como sucedió durante la Gran Recesión de 2008‑09), pero no puede corregir problemas de solvencia ni estimular la economía cuando los tipos de interés ya están cerca de cero.
Además, en Estados Unidos y algunos otros países, el necesario estímulo fiscal chocará con las objeciones de los «conservadores» al aumento del déficit y del endeudamiento. Claro que es la misma gente que estuvo muy dispuesta a reducir impuestos para ultramillonarios y corporaciones en 2017, rescatar a Wall Street en 2008 y echar una mano a megaempresas este año. Pero extender el seguro de desempleo, la atención médica y ayuda adicional a los más vulnerables es otra cosa.
Las prioridades inmediatas están claras desde el principio de la crisis. La más evidente es la necesidad de encarar la emergencia sanitaria (por ejemplo, garantizar un suministro adecuado de equipos de protección personal y capacidad hospitalaria), porque no puede haber recuperación económica hasta que se haya contenido el virus. Al mismo tiempo, para asegurar la rapidez de la recuperación llegado el momento, es esencial implementar políticas que protejan a los más necesitados, provean liquidez para evitar quiebras innecesarias y mantengan los vínculos entre trabajadores y empresas.
Pero incluso acordadas estas necesidades obvias, hay decisiones difíciles que tomar. No debemos rescatar empresas (por ejemplo, tiendas minoristas tradicionales) que ya venían mal antes de la crisis, ya que eso sólo serviría para crear «zombis» y limitar en última instancia el dinamismo y el crecimiento. Tampoco empresas que ya estaban demasiado endeudadas para soportar cualquier shock. Puede decirse casi con certeza que la decisión de la Reserva Federal de los Estados Unidos de dar apoyo al mercado de bonos basura con su programa de compra de activos es un error. De hecho, estamos ante un caso donde la preocupación por el riesgo moral es realmente relevante: los gobiernos no deberían proteger a empresas de su propia temeridad.
Como parece improbable que la COVID‑19 desaparezca en el corto plazo, hay tiempo suficiente para adecuar el gasto a nuestras prioridades. La pandemia encontró a la sociedad estadounidense atravesada por desigualdades raciales y económicas, deterioro de los niveles de salud y una dependencia destructiva de los combustibles fósiles. Ahora que se lanzan programas de gasto público a gran escala, la ciudadanía tiene derecho a exigir que las empresas que reciban ayudas contribuyan a la justicia social y racial, la mejora de la salud y la transición hacia una economía más ecológica y más basada en el conocimiento. Estos valores deben verse reflejados no sólo en el modo en que asignemos el dinero del erario, sino también en las condiciones que impongamos a los receptores.
Como varios colegas y yo señalamos en un estudio reciente, el gasto público bien dirigido, en particular la inversión en la transición a una economía verde, puede ser oportuno, muy demandante de mano de obra (lo que ayudará a resolver el problema del desempleo en alza) y sumamente estimulante; es decir, su relación costo‑beneficio es mucho mejor que, por ejemplo, la de una rebaja impositiva. No hay ninguna razón económica que impida a los países (incluido Estados Unidos) adoptar grandes programas de recuperación sostenidos que refuercen (o ayuden a hacer realidad) el tipo de sociedad que dicen ser.
*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de economía y profesor universitario de la Universidad de Columbia, es economista jefe del Instituto Roosevelt y ex vicepresidente senior y economista jefe del Banco Mundial. Su libro más reciente es People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for a Age of Discontent .
Traducción: Esteban Flamini
Fuente: Project Syndicate