Por Joseph S. Nye Jr. *
Amigos y aliados han llegado a desconfiar de Estados Unidos. La confianza está estrechamente relacionada con la verdad, y el presidente Donald Trump está notoriamente desapegado de la verdad. Todos los presidentes han mentido, pero nunca en una escala tal que degrade la moneda de confianza. Las encuestas internacionales muestran que el poder de atracción blando de Estados Unidos ha caído marcadamente durante la presidencia de Trump.
¿El presidente electo Joe Biden puede restablecer esa confianza? En el corto plazo, sí. Un cambio de estilo y de políticas mejorará el estatus de Estados Unidos en la mayoría de los países. Trump fue un presidente norteamericano atípico. La presidencia fue su primer trabajo en el gobierno, después de pasar su carrera en el mundo de suma cero del mercado inmobiliario y la televisión realidad de la ciudad de Nueva York, donde las declaraciones escandalosas retienen la atención de los medios y ayudan a controlar la agenda.
Por el contrario, Biden es un político muy reconocido con una larga experiencia en política exterior tras pasar décadas en el Senado y ocho años como vicepresidente. Desde la elección, sus declaraciones y designaciones iniciales han tenido un efecto profundamente tranquilizador en los aliados.
El problema de Trump con los aliados no era su slogan “Estados Unidos primero”. Como sostengo en Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump, a los presidentes se les encomienda la misión de promover el interés nacional. La cuestión moral importante es cómo un presidente define el interés nacional.
Trump eligió definiciones transaccionales estrechas y, según su ex asesor de seguridad nacional John Bolton, a veces confundía el interés nacional con sus intereses personales, políticos y financieros. Por el contrario, muchos presidentes norteamericanos desde Harry Truman en general adoptaron una visión amplia del interés nacional y no lo confundieron con el propio. Truman consideraba que ayudar a los demás era un interés nacional de Estados Unidos, y hasta se negó a poner su nombre en el Plan Marshall para asistir en la reconstrucción de posguerra en Europa.
Trump, en cambio, sentía desdén por las alianzas y el multilateralismo -desdén que manifestó de buena gana en reuniones del G7 o de la OTAN-. Inclusive cuando tomó medidas útiles para hacer frente a prácticas comerciales abusivas por parte de China, no supo coordinar la presión sobre China y, en cambio, impuso aranceles a los aliados estadounidenses. No sorprende que muchos de ellos se preguntaran si la oposición (correcta) de Estados Unidos al gigante tecnológico chino Huawei no estaba motivada por cuestiones comerciales más que de seguridad.
Y el retiro de Trump del acuerdo climático de París y de la Organización Mundial de la Salud sembraron desconfianza en el compromiso norteamericano de lidiar con amenazas globales transnacionales como el calentamiento global y la pandemia. El plan de Biden de reincorporarse a ambos, y sus garantías sobre la OTAN, tendrán un efecto beneficial inmediato en el poder blando de Estados Unidos.
Pero Biden, de todas maneras, enfrentará un problema de confianza más profundo. Muchos aliados preguntan qué le está pasando a la democracia norteamericana. ¿Cómo se puede confiar en que un país que produjo un líder político tan extraño como Trump en 2016 no engendrará otro en 2024 o 2028? ¿La democracia norteamericana está en caída, haciendo que el país resulte poco confiable?
La menor confianza en el gobierno y otras instituciones que alimentó el ascenso de Trump no empezó con él. El bajo nivel de confianza en el gobierno ha sido una enfermedad de Estados Unidos por cincuenta años. Después del éxito en la Segunda Guerra Mundial, tres cuartas partes de los norteamericanos decían sentir un alto grado de confianza en el gobierno. Este porcentaje cayó a aproximadamente una cuarta parte después de la Guerra de Vietnam y del escándalo Watergate de los años 1960 y 1970. Afortunadamente, el comportamiento de los ciudadanos en cuestiones como el cumplimiento fiscal muchas veces fue mucho mejor de lo que podían sugerir sus respuestas a los encuestadores.
Quizá la mejor demostración de la fortaleza y resiliencia subyacentes de la cultura democrática norteamericana fue la elección de 2020. A pesar de la peor pandemia en un siglo y de las predicciones sombrías sobre condiciones de votación caóticas, hubo una cantidad récord de votantes y los miles de funcionarios locales –republicanos, demócratas e independientes- que administraron la elección consideraban que la ejecución honesta de sus tareas era un deber cívico.
En Georgia, donde Trump perdió por un estrecho margen, el secretario de estado republicano, responsable de supervisar la elección, desafió las críticas infundadas de Trump y otros republicanos diciendo “En la vida yo me guío por la premisa de que los números no mienten”. Las demandas legales de Trump aludiendo a un fraude masivo, sin ninguna evidencia que las respaldara, fueron presentadas en una corte tras otra, inclusive por jueves que habían sido nombrados por Trump. Y los republicanos en Michigan y Pennsylvania se resistieron a sus esfuerzos por hacer que los legisladores estaduales anularan los resultados de la elección. Contrariamente a las predicciones de catástrofe de la izquierda y las predicciones de fraude de la derecha, la democracia norteamericana puso de manifiesto su fortaleza y sus profundas raíces locales.
Pero los norteamericanos, entre ellos Biden, seguirán enfrentando los temores de los aliados sobre si se puede o no confiar en que no elijan a otro Trump en 2024 o 2028. Mencionan la polarización de los partidos políticos, la negativa de Trump a aceptar su derrota y la reticencia de los líderes republicanos en el Congreso a condenar su comportamiento o inclusive reconocer explícitamente la victoria de Biden.
Trump ha utilizado su base de fervientes seguidores para ganar control del Partido Republicano amenazando con apoyar retos importantes a los moderados que no se alinean. Los periodistas dicen que alrededor de la mitad de los republicanos en el Senado repudian a Trump, pero que también le tienen miedo. Si Trump intenta retener el control del partido después de abandonar la Casa Blanca, Biden enfrentará una tarea difícil al trabajar con un Senado controlado por los republicanos.
Afortunadamente para los aliados de Estados Unidos, si bien las habilidades políticas de Biden se pondrán a prueba, la Constitución de Estados Unidos le ofrece a un presidente más margen de acción en materia de política exterior que doméstica, de manera que las mejoras de corto plazo en cooperación serán reales. Asimismo, a diferencia de 2016, cuando fue elegido Trump, una encuesta reciente del Consejo de Chicago sobre Asuntos Globales demuestra que el 70% de los norteamericanos quiere una política exterior de cooperación orientada hacia afuera –un porcentaje sin precedentes.
Pero el interrogante persistente de largo plazo sobre si los aliados pueden confiar en que Estados Unidos no engendre otro Trump no se puede responder con total seguridad. Mucho dependerá de cómo se controle la pandemia, de cómo se restaure la economía y de la capacidad política de Biden para manejar la polarización política del país.