Por: Roberto Candelaresi
Introducción al presente
El tablero del juego de poder mundial está transformándose tan vertiginosamente en el último decenio, que hasta parece estar mutando el tradicional damero en un nuevo diseño. Las fichas han mutado también, y ahora sobre la plataforma se presentan nuevos actores y, el color monocorde hegemónico que rigió desde los ’90 -post caída del muro y desintegración de la URSS – dio paso a una gama variopinta.
Nuevas reglas se están paulatinamente estableciendo, al ritmo de la misma praxis de las relaciones internacionales en su reacomodamiento. Otros bloques emergen para dar un carácter multipolar y multilateral al Nuevo Orden en ciernes. Uno que parece modificar profundamente la lógica de la globalización (no en todos sus extremos) hacia otra caracterizada por la regionalización.
Los Estados nacionales, especialmente los “poderosos”, parecen retomar la conducción de las relaciones que durante décadas compartieron con corporaciones multinacionales y grupos financieros para el «gobierno global», y esto es, porque ante la crisis de la supremacía, el carácter belicoso que toma la disputa [carrera] tecnológica, y el aseguramiento del control de recursos naturales, requiere centralizar el poder decisorio en los gobiernos formales [instituidos].
Ello no es óbice para que, al interior de las tramas políticas nacionales, en todos los países, sigan operando las élites políticas y económicas para influir en resoluciones y políticas públicas de sus gobiernos para continuar con privilegios fiscales, leyes favorables para su rentabilidad y desarrollo, y todo otro tipo de prerrogativas, que, concretadas por encima de los derechos y beneficios de las mayorías, reafirma la creciente desigualdad y la pobreza, como ha sucedido en todo el periodo de vigencia del neoliberalismo.
Precisamente, esa corriente ideológica, logró naturalizar que los grupos [élites] económicos, operen directamente en el proceso decisorio gubernamental, manipulando rumbos. En el primer mundo, esta captura del Estado por medio del lobby económico y financiero se ha normativizado incluso, comenzando por el hegemón en declinación; Estados Unidos.
Las prácticas del intercambio de ejecutivos empresarios por funcionarios públicos en giro continuo, el financiamiento de los partidos políticos, campañas mediáticas de posverdad, periodismo “ensobrado” o llanamente cohechos a burócratas, son harto comunes, y naturalmente reñidas con la DEMOCRACIA como sistema.
Revisando la TEORÍA
V. Pareto, R. Michels, G. Mosca, M. Weber y C. Wright Mills entre otros, han analizado desde la Ciencia Política o la Sociología, el ´fenómeno’ de las élites –en tanto reducido grupo de personas– se encaraman en posiciones institucionales claves en la estructura social, desde donde influyen decididamente o, directamente toman decisiones por la población en general, ante una cierta pasividad de las mayorías (que se suele tomar como consenso), lo que naturalmente afecta interiormente la DEMOCRACIA AUTÉNTICA. La alienación a la que se suelen ver sometidas las sociedades de masas, habilita esa situación de minoría que rige los destinos de todos.
De cualquier modo, aquel “consenso” se fue opacando, como mostraba el profesor Thomas R. Dye en un trabajo de campo de los ’90; «que la confianza de los ciudadanos norteamericanos en la élite política ha descendido de forma notable en los últimos veinte años».
Otros profesores de C.P., Martin Gilens y Benjamin Page, en un estudio de 2014, donde examinaron datos de encuestas de casi 1.800 temas de política nacional (EE.UU.) donde los ciudadanos comunes expresaban sus preferencias, concluyeron que los estadounidenses comunes prácticamente no tienen ningún impacto en la elaboración de la política nacional, o sea, tienen un «nivel no significativo, cercano a cero» en la influencia del proceso de formulación de políticas. En tanto que las políticas efectivamente concretadas, fueron a favor de las élites económicas y complejos industriales, evidenciando un control del poder por parte de estas.
Claro que el vector del esfuerzo elitista cambia de sentido bidireccionalmente, o bien es para que sus representantes voten leyes a su favor, tanto como que se opongan a leyes que perjudiquen su status. Cuando no han logrado cooptar las necesarias voluntades, y las políticas públicas no los favorecen, una opción a la que recurren las élites es a magnificar el descontento popular a través de insidiosas campañas adversas al oficialismo. Se sabe que, en sociedades modernas, la disconformidad conduce al desinterés por la participación política, cuyo efecto más importante verificado es la abstención en los procesos electorales, paradójicamente perdiendo la oportunidad de modificar las conductas gubernativas indeseadas o directamente el rumbo. Procede como un círculo vicioso.
Mientras los actores ricos y poderosas despliegan su capacidad de influir y financiar medios y representantes para obtener beneficios, si la ciudadanía común se abstiene de participar [tal como viene aconteciendo en las democracias occidentales, donde incluso los deciles de altos ingresos acuden a las urnas en una mayor proporción que los desencantados de ingresos bajos], la asimetría de poderes entre élites y masas se agranda, y los problemas –según la perspectiva popular– se agravan sin resolverse, y sin proyección de cambios.
En el “centro del mundo” las cosas no están mejor
Volviendo al ejemplo norteamericano, según Samuel Huntington, se analiza el sistema de gobierno de la Unión, caracterizándolo por lo que llama el «pretorianismo oligárquico» , dada las temerarias relaciones político-militares propias de un imperio, que han llevado a esa potencia a estar prácticamente en un estado de guerra permanente, el complejo militar-industrial no necesariamente es el que predomina en el juego (circulación y transacción) del poder, pues el de los hidrocarburos, de la minería, el bancario y asegurador, el de inversiones inmobiliarias y fundamentalmente, el tecnológico en la actualidad, comparten la influencia en el Congreso y condicionan al Ejecutivo de similar modo.
Algunos teóricos, señalan que las crisis financieras [deudas soberanas] que se dieron desde los ’90 y explotaron en el 2008 con la de las hipotecas “sub primes”, forjaron por sus resoluciones [fondos públicos socorriendo enriquecidos especuladores], un patrón de distribución mundial de las riquezas más inequitativo en la historia, donde se concentra en el 1% de la población, en menoscabo del 99% restante. Ello habría provocado un cambio no solo en el panorama económico mundial sino también en el político, con la desconfianza generalizada en las élites políticas y financieras, dando lugar a movimientos nacionalistas y populistas de derecha.
Mientras, las élites siguen financiando campañas a ciertos políticos volubles a sus “doctrinas”, o a veces, capaces de conciliar intereses políticos y corporativos contrastados, para llevarlos a posiciones de poder y decisión. Normalmente, esos apoyos no son explícitos, se presentan los postulantes por intermedio de otros líderes políticos o bloques parlamentarios, de modo de mantener apariencia de neutralidad y falta de compromisos con intereses sectoriales o particulares.
Esas asistencias a políticos sometidos a sus designios, suelen ser excelentes negocios, por unos pocos millones de dólares, las corporaciones pueden recibir miles de millones en subsidios para desarrollar nuevos productos (muy usual en el complejo bélico y ahora en el tecnológico), o asignarse suculentos contratos con el Estado. El presupuesto en defensa de EE.UU. da irrefutable prueba de la influencia ejercida por sus beneficiarios, dado el voto de ciertos congresistas ‘auspiciados’ por aquellos.
Por casa … ¿Cómo andamos?
Nuestro país, no escapa a esa mecánica, aunque sus procedimientos son menos transparentes aún. Sin embargo, se pueden compilar una serie de normas que han favorecido y favorecen a lo largo de la historia, intereses sectoriales e incluso a actores monopólicos, mantenidas a lo largo del tiempo, incluso cuando el objeto principal de su redacción se haya cumplido, o, anulado como eje estratégico.
En ese orden se pueden citar: algunas normas históricas tal como la Ley de Promoción Industrial (1954), Ley de Entidades Financieras (1977), Ley de Reforma del Estado (1989), Ley de Convertibilidad (1991-2001), y otras más modernas como la Ley de Economía del Conocimiento, Ley de Promoción de la Industria Automotriz, Ley de Energía Renovable y la Ley de Promoción de Inversiones Mineras.
Todas ellas concediendo beneficios fiscales y arancelarios, facilitando la concentración y el monopolio, adquisiciones de empresas estatales a precio vil, paridad ficticia del dólar, estímulos de exportación, exenciones impositivas, financiamiento preferencial, estabilidad de compras y tarifas garantizadas, y hasta garantías de retorno a las inversiones.
Los grandes beneficiarios son los conocidos conglomerados industriales nacionales (e incluyendo los de capitales foráneos), de la siderurgia, de la industria automotriz, de alimentos y golosinas, de petróleo y de la agroindustria, a los que se están incorporando últimamente los del sector minero y gasífero.
Estas grandes empresas, son actores determinantes en la economía nacional, y aglutinados en asociaciones, cámaras y federaciones (con vínculos incluso internacionales), constituyen lo que se conoce como PODER REAL O FÁCTICO. Son los usufructuarios de la misma lógica normativa: condiciones preferenciales que generan pasivos fiscales compensados siempre por aportes de contribuyentes, que ven así disminuidos sus propios beneficios sociales. Aquellos que mismo son atacados discursivamente muchas veces por los voceros de los privilegiados formando opinión pública por paradójico que suene.
Es claro entonces, que la DEMOCRACIA requiere de concientización y participación activa (expresión, manifestación y militancia) por parte de las mayorías, ni siquiera la concurrencia al voto cada dos años, afecta demasiado al poder en las sombras [elitista] si las estructuras no cambian. Téngase presente que el poder que no expresa el real, es solo FORMAL y por ello es frecuentemente caracterizado como un gobierno de indefiniciones, siempre atento a la coyuntura, sin capacidad de establecer políticas de Estado.
El compromiso debe ser asumido por la generalidad de la ciudadanía, que es la única verdadera posible contención al exceso de poder y privilegio de los menos. En el mismo orden, se debe reclamar a la clase política (detentores de lo formal) que no permanezcan cómodos reproduciendo los lineamientos programáticos de los organismos internacionales y de las corporaciones (poder real).
A los errores de la democracia representativa, se los corrige con más democracia directa.