La economía y el Estado ante la catástrofe

Por Atilio Boron*

Desde la más remota antigüedad guerras, inundaciones, terremotos,
sequías, hambrunas y pestes han sido las parteras de profundos cambios
experimentados por las sociedades que padecieron estas adversidades. Las dos guerras mundiales del siglo veinte influenciaron decisivamente la reestructuración no sólo económica sino también política y social de buena parte de las naciones afectadas por estos conflictos. Lo mismo ocurrió con la Gran Depresión de los años treinta, que fue un ominoso paréntesis entre ambas conflagraciones mundiales en donde el bajón económico y el desempleo masivo se combinaron con el auge de los fascismos. La peste negra en Europa mató aproximadamente a un tercio de su población entre 1347- 1353. La Gran Peste aniquiló a 100.000 personas, la cuarta parte de la población de Londres. Guerras y pestes tienen un enorme y variado
impacto. Señalemos tan sólo uno, usualmente subestimado: el exterminio de una parte de la población y la consiguiente reducción de la mano de obra disponible modifica la relación de fuerzas entre la burguesía y la aristocracia –la clase dominante- y sus trabajadores. Tanto los campesinos enfeudados en la época medieval o los obreros y jornaleros en la Londres de mediados del siglo XVII mejoraron sus ingresos reales (de diverso tipo) más del doble después de esas plagas. (Walter Scheidel, “Why the Wealthy Fear Pandemics”, NYT, 9 Abril 2020)
Y lo mismo ocurrió después de las grandes guerras del siglo pasado,
especialmente de la Segunda. Sin duda, la recuperación de la fuerza de las
izquierdas y el movimiento obrero jugaron un papel fundamental en esa recomposición progresiva de la distribución del ingreso. Pero los veinte millones de muertos caídos en los principales países de Europa Occidental (excluyendo los 29 millones de la URSS) fueron un factor de indudable gravitación en la significativa modificación en la relación de fuerzas entre capitalistas y trabajadores.
¿Será diferente esta vez? Nada indica que el mundo que emerja de las
ruinas de esta pandemia, la primera realmente global en la historia, será la alegre continuidad del que le precedió. La Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la reconstrucción keynesiana de la posguerra detuvieron por un tiempo el primado de las ideas liberales. Fueron los “veinticinco años gloriosos” transitados entre 1948 y 1973, momento en que el ciclo keynesiano comienza a derrumbarse. Pero la restauración, ahora bajo el engañoso nombre de “neoliberal”, no pudo retroceder el reloj de la historia. Por más que se empeñaron los gobiernos surgidos del agotamiento del ciclo progresista de la segunda posguerra no pudieron regresar al pasado. El enorme crecimiento de los estados y los avances en la regulación de los
mercados no pudieron ser detenidos. Hubo sí una excepción porque el capital financiero, devenido en la fracción hegemónica del bloque burgués, se desmarcó de esta tendencia y, de hecho, se convirtió en el “gobierno invisible” en la mayoría de los capitalismos desarrollados. Fracasaron en su empeño restaurador nada menos que Ronald Reagan, Margaret Thatcher y los sucesivos gobiernos de centro derecha o derecha de Alemania y Japón. Los datos que sintetizamos en la siguiente tabla son de una elocuencia extraordinaria que ahorra miles de palabras.

Gasto total de los gobiernos 1900 / 1929 / 1975 / 2011
(países seleccionados, como % del PIB)


Alemania: 19.3 / 14.5 / 51.7 / 47.0
Reino Unido: 11.8 / 26.5 / 53.1 / 48.1
Estados Unidos: 2.9 / 3.6 / 36.6 / 43.7
Japón: 1.1 / 2.5 / 29.6 / 41.2


Fuente: IMF Data, Fiscal Affairs Departmental Data, Public Finances in Modern History, en Mauro, P., Romeu, R., Binder, A., & Zaman, A. (2015). “A modern history of fiscal prudence and profligacy”. Journal of Monetary Economics, 76,55-70.

Estas cifras demuestran la magnitud del cambio experimentado por el
paradigma de gobernanza macroeconómica del capitalismo después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial y que tiene como una de sus puntales más firmes la vigorosa presencia del estado en la vida económica. Alemania triplicó el gasto público entre 1929 y 2011, aún luego del retroceso de casi 5 puntos impuesto por el auge de las ideas neoliberales a partir del derrumbe del ciclo keynesiano. El Reino Unido casi lo duplica entre aquellos mismos años, habiendo llegado a un pico previo al gobierno de Margaret Thatcher de 53.1%.
En Estados Unidos el crecimiento desde 1929 hasta los finales de la
Administración Obama fue de doce veces, y en Japón, otro de los milagros
económicos de posguerra, el gasto público se multiplicó por dieciséis. Más estado que mercado para sostener el proceso de democratización y ciudadanización de la posguerra. Salud, seguridad social, educación, vivienda y todos los bienes públicos que debe ofrecer el estado fueron los motores que impulsaron la creciente centralidad del estado en la vida económica y social. Y los recortes experimentados en los años de la hegemonía ideológica del neoliberalismo no alcanzaron a alterar,
en lo esencial, el nuevo equilibrio alcanzado en la posguerra.
De lo anterior se desprende que la pandemia que nos atribula está
destinada a tener un impacto mayor aún a cualquier otro conocido. El sobrio y siempre muy bien informado Premio Nobel de Economía Paul Krugman escribía este 13 de Abril en el New York Times que “las recientes pérdidas de empleos son apocalípticas: casi 17 millones de trabajadores se inscribieron para recibir su seguro por desempleo en las últimas tres semanas. Economistas independientes sugieren que la tasa de desempleo hoy ronda en torno al 20 %, similar a la que existía en lo más profundo de la Gran Depresión”. ( “Republicans Don’t Want to Save Jobs”, NYT, 13 Abril 2020. Accesible en https://www.nytimes.com/2020/04/13/opinion/jobs-republicans-covid.html )

Expresiones anteriores de este economista, y otros, apelan a términos completamente desusados en las últimas décadas:
“catástrofe”, “desastre”, “hundimiento” son algunos de los más socorridos, oídos por última vez, pero no con tanta unanimidad y tanto tiempo, en la crisis de octubre de 1987. La respuesta del empresariado estadounidense ha sido criminal.
Naomi Klein ha informado que McDonald’s le negó la licencia paga por
enfermedad a 510.000 empleados; Walmart a 347.000; Burger King a 165.000, Marriot a 139.000 y entre nosotros Techint y otras empresas están también adoptando el mismo criterio. (Los datos de las empresas de Estados Unidos se encuentran en https://theintercept.com/2020/03/17/naomi-kleinand-jeremy-scahill-discuss-coronavirus-the-election-and-solidarity-in-the-midst-of-a-pandemic/)

Y, en línea con esto, la credibilidad y el respeto por la economía capitalista se han resentido fuertemente en la medida en que la gente en Estados Unidos y en casi todos los países europeos –con la provisoria salvedad de Alemania y Suecia, por ahora- caen en la cuenta que haber hecho de la atención médica y la producción de medicamentos un negocio puede ahora costarle la vida a centenares de miles de personas, si no a millones. Por eso Noam Chomsky ha dicho, en una de sus más recientes intervenciones, que el fracaso del “libre mercado” como ideología ha sido monumental, y que la población, aún la menos politizada, ha tomado nota de eso.

Ahora bien, esta crisis económica, por lo que estamos viendo, no fue un
rayo en un día sereno, no irrumpió en la vida de los Estados Unidos y los países europeos como un accidente totalmente inesperado. La economía estadounidense tiene básicamente dos motores: el consumo doméstico en el sector servicios (que da cuenta del 70% del total de la actividad económica) y la industria armamentística, o sea, el complejo militar-industrial. La caída en el consumo en el país del Norte es resultado directo del estancamiento de los salarios reales que padece fuertemente el 50% más pobre de la población y, de modo un tanto atenuado, el 30% restante. La razón: la insuficiencia en los ingresos se compensa con un endeudamiento de los hogares que a finales del 2019 ascendía al 76.1% del PIB, aunque otras estimaciones ubican esta proporción en un nivel superior. Lo sorprendente es que un conjunto de naciones europeas son las que encabezan el ranking de los hogares más endeudados del planeta: Suiza, Dinamarca, Australia,
Holanda, Canadá y Noruega, todos con un nivel de endeudamiento igual o superior al PIB de sus respectivos países. Corea del Sur, el Reino Unido y Suecia, todos con cifras en torno al 90% son los tres que le siguen, y EEUU con el guarismo arriba mencionado pero que, en términos de cifras adeudadas supera el PIB de la mayoría de las naciones del mundo. (Cf. https://www.publico.es/economia/paises-mayor-endeudamiento-familiar-planeta.html).
El estallido de la pandemia fue el tiro de gracia a este proceso, creando
una “tormenta perfecta”, que como decía Krugman adquiere proporciones
apocalípticas. Esto significa que la “salida” de la misma no será como
ingenuamente dijo una empresaria neoyorquina. Según ella el ciclo económico entró en una “pausa” y una vez que se controle la pandemia “debes actuar como lo haces en tu casa cuando estás viendo una película en Netflix: oprimes el botón de start” y todo vuelve a funcionar. Eso es una expresión de deseos motivada por su animus lucrandi, a cualquier precio, más que una reflexión seria sobre cómo economías que están prácticamente en coma pueden adquirir una razonable velocidad de crucero. A diferencia de un automóvil, que puede llegar a una gran velocidad en cuestión de segundos, un avión no parte y ni bien despega de la pista está volando a unos 900 kilómetros por hora y a 39.000 pies de altura.
Una economía es como un avión, y todos los pronósticos más serios
coinciden en señalar no sólo la profundidad de la crisis, sino que la resolución de la misma no se logrará con plenitud antes de dos años. Y mientras tanto habrá que gobernar, gestionar eficientemente y, de ser posible, ganar elecciones. Esta revalorización del estado representa un cambio muy significativo en el clima de opinión prevaleciente en una parte del establishment norteamericano. Un extenso editorial del New York Times del 9 de Abril señala en su título que esta es “la ocasión de crear una América mejor”, y como subtítulo: “La América que necesitamos.” Hay un hilo conductor a lo largo del editorial: el viejo orden debilitó considerablemente la trama de la democracia y facilitó una concentración del poder económico como no se veía desde hacía un siglo. “En la década pasada la riqueza del 1 % de los hogares sobrepasó la fortuna del 80 % inferior” en la pirámide de riqueza mientras los empresarios, con la complacencia de los gobiernos de turno, combatieron la sindicalización de los trabajadores. El resultado: el salario mínimo federal ha caído sin cesar desde 1968. La salida: la reconstrucción de un “gobierno justo y activista” para el cual, se insiste después, “no hay alternativas a un estado de ese tipo.” Es claro que hay ahora, con la crisis, una conciencia de que “la fragilidad del sistema” frente a la crisis tiene su origen en la “expectativa quimérica de que los mercados harían la labor del gobierno”, cosa que no ocurrió. Lo que sí aconteció fue que las inequidades de los mercados
crecieron exponencialmente.
En consecuencia, la salida a esta crisis tendrá como uno de sus signos
distintivos la bancarrota de la ciega e interesada confianza en la “magia de los mercados”, en las privatizaciones y desregulaciones, y en la presunta capacidad de las fuerzas del mercado para asignar racionalmente los recursos. Esto obligará a una profunda revisión del paradigma de las políticas públicas, comenzando por la sanidad e inmediatamente después por la seguridad social como preludios a lo que será la batalla decisiva: poner bajo control al capital financiero y su red global que asfixia a la economía mundial, provocando recesiones, aumentando el desempleo
y disparando a niveles extravagantes la desigualdad económica. Un capital
financiero ultra-parasitario que financia y protege a las mafias de “guante blanco” y que, con la complacencia o complicidad de los gobiernos de los capitalismos centrales y las instituciones económicas internacionales, crean las “guaridas fiscales” que facilitan el ocultamiento de sus delitos y la evasión tributaria que empobrece a los estados privándolos de los recursos necesarios para garantizar una vida digna a sus poblaciones.
Claro que para llegar a la reconstrucción de ese nuevo orden social
primero habrá que derrotar a la pandemia. El gobierno argentino ha actuado con gran sensatez y firmeza al imponer una estricta cuarentena que ha ahorrado miles de vidas. Pero dado que hay todavía un largo recorrido por delante (de unos cuantos meses por lo menos en lo que hace a sus aspectos sanitarios y epidemiológicos) será necesario que la autoridad pública disponga de los recursos suficientes para auxiliar a una población que sólo gradualmente y en pequeñas proporciones podrá ir retomando sus trabajos o actividades económicas anteriores al brote del COVID-19. El problema es que el estado argentino es pobre a causa de una estructura tributaria tremendamente regresiva -aparte de problemas como la
evasión, la elusión o la corrupción- y por eso carece de los recursos que necesita para un inédito desafío como el que hoy tiene que enfrentar.
Se engañan quienes piensan que la lucha contra la pandemia podrá
librarse con los recursos financieros ordinarios del estado. Se requerirá un enorme aumento del gasto público y no sólo para el pago del personal que garantiza la atención médica y la adquisición masiva de insumos (desde guantes, batas, barbijos hasta respiradores y unidades de terapia intensiva) sino también para remunerar a los agentes de la seguridad pública que controlan el cumplimiento de la cuarentena y los demás gastos de transporte de bienes esenciales y toda la logística de la distribución de medicamentos, entre otros que sería largo pormenorizar. Pero, además, grandes sumas de dinero serán necesarias para asistir, aunque sea parcialmente a las clases y capas populares más explotadas y
estigmatizadas, las que habitan en “villas” o asentamientos irregulares, y viven al día de “changas” o trabajan “en negro” y que carecen de ingresos regulares. Si la mano del estado no llega a auxiliarlos, esa gente va a ser carne de cañón del virus asesino. Hay que extremar todos los recursos para salvar esas vidas.
Sin recursos financieros, ¿qué puede hacer el presidente? ¿Cruzarse de
brazos y ver como el COVID-19 arrasa los barrios y asentamientos populares? Tal cosa no sólo sería un crimen, sino que además tendría un negativo impacto económico a futuro, algo que se les escapa a los sabihondos que noche a noche en la televisión urgen poner fin ya a la cuarentena y que los argentinos “vuelvan al trabajo.” Esa opción no figura en la tabla de valores del presidente. Por eso, la iniciativa de un impuesto a la riqueza es absolutamente razonable, imprescindible e impostergable para hacer frente a gastos extraordinarios durante los próximos meses cuando, al mismo tiempo, la recaudación ha caído en picada. Y no hay otra
fuente para obtener recursos que ese impuesto. Dos de los más acaudalados
multimillonarios de Estados Unidos, Bill Gates y Warren Buffett vienen diciendo hace tiempo que ellos deberían pagar más impuestos que los que les exige la legislación estadounidense. Y añaden, para fundamentar este insólito pedido (que desconcierta a los talibanes del neoliberalismo) que los ricos gozan de una presión tributaria proporcionalmente mucho menor que los pobres. Nunca escuchamos nada ni remotamente parecido entre los mezquinos multimillonarios argentinos, pese a que en nuestro país la inequidad y regresividad tributarias son aún mayores que las de Estados Unidos. Será un impuesto que afectará a una ínfima parte de la población, pero que es dueña de inmensas fortunas y que en circunstancias excepcionales como las actuales no pueden estar exentas de tributación. Es ahora o nunca. No sólo para financiar la lucha contra la pandemia, que no puede ser efectiva sin el equipamiento necesario; también para lo que se va a necesitar una vez que aquella sea un doloroso recuerdo y se deba poner en marcha a la economía. En ese momento el estado no sólo va a tener que continuar asistiendo a los más débiles que viven de lo que ganan día a día (técnicamente: sostener la demanda agregada) sino que habrá que contar con mucho dinero para que muchísimas pequeñas y medianas empresas puedan reiniciar sus actividades. Esto exigirá un esfuerzo a dos puntas: por el lado de la demanda, facilitar que los más pobres puedan adquirir los bienes necesarios para su subsistencia; por el lado de la oferta, incentivar los negocios auxiliando, aunque sea transitoriamente a las pymes. Y ofreciendo los bienes y servicios que la sociedad demandará con creces
luego de un largo período de virtual congelamiento de la economía.
Cierro con una cita de Dante Alighieri que se adapta muy bien a la
situación actual. En La Divina Comedia describe el gran portal que daba paso al Infierno en donde estaba esculpida la siguiente inscripción:
“Abandónese aquí todo recelo. Mátese aquí cualquier vileza”. Un sabio consejo para las argentinas y los argentinos que están infectados por el virus del recelo y la vileza, y que pugnan por negarle al estado los recursos necesarios para preservar las vidas de millones de compatriotas en riesgo.

*Atilio Alberto Boron es un politólogo y sociólogo argentino, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard. Actualmente es Director del Centro de Complementación Curricular de la Facultad de Humanidades y
Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda. Es asimismo Profesor Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe.
Recientemente se retiró en calidad de Investigador Superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Es Doctor Honoris Causa de las universidades nacionales de Cuyo, Salta, Córdoba y Misiones, en la
Argentina: de la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt de Cabimas (Zulia, Venezuela), Premio Internacional José Martí de la UNESCO (2009) y Premio Honorífico de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa
de las Américas (La Habana, Cuba), del año 2004.

Extraido de

El futuro después del COVID – 19