Odio y política

Por Sergio De Piero

Hay una clave del mundo moderno que, a pesar de los siglos acerca de su pronunciación, continua sufriendo embates. Ella asegura que la política es el inicio de la resolución de los conflictos que surgen fruto de la vida en sociedad; este principio fundamental para concebir el orden moderno es resistido por quienes aun manifiestan una máxima inversa: la política es siempre el origen de los problemas sociales. Esta visión es la raíz que estructura un pensamiento que asume la imposibilidad de resolver la conflictividad mediante canales de consensos, institucionalidad, negociación.

En su versión extrema despierta los peores demonios que deambulan entre nosotros y que justamente la política viene a consagrar el acuerdo, la disputa regulada y la libertad como formas de vida y en definitiva, de gobierno. Sostener la democracia es escapar a la tentación de dirimir las diferencias bajo otras formas que necesariamente implicarán algún tipo de violencia no regulada. Las diferencias, los conflictos, los enfrentamientos, no desaparecen sino que se procesan (o al menos eso se intenta) para que diluir su capacidad destructiva de la misma sociedad.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando no es un mero conflicto sino el odio el que merodea a la democracia? Este tipo de régimen político se piensa como el mejor diseño posible, al menos hasta ahora, para poder contener todas las tensiones que genera la sociedad, pero con el odio se enfrenta a problemas que no parecen simples. La tolerancia de la democracia, en tanto capacidad de aceptar opiniones de todo tipo, tiene inevitablemente sus límites: hay discursos que no son aceptados.

Por ejemplo aquel que van en contra de la democracia, los que atacan a una minoría, los que fomentan la discriminación…o el odio, no son aceptados, de hecho constituyen delitos. Entonces la democracia se levanta como el espacio de la tolerancia, pero siempre y cuando los que emiten opinión desean vivir en sus leyes, en sus prácticas.  Sin embargo esas actitudes no siempre son tan claras en la violación de la ley, y de hecho cuando estas acciones de multiplican o se hacen prácticas usuales, la represión que puede habilitar la ley no parece ser un remedio efectivo. Días atrás un periodista afirmó que la vicepresidenta de la Nación era “un cáncer” para el país; desde luego no ha sido el único, pues Cristina Fernández es objeto de agravios de todo tipo desde hace mucho tiempo y quizás su retorno al gobierno los acreciente en determinados sectores

Pero también las agresiones han recaído sobre otros referentes del peronismo quizás no con la misma intensidad pero con un tono semejante. Ya las conoce Alberto Fernández, Axel Kicillof y todo funcionario que cobre un poco de notoriedad. Y ese odio se extiende también hacia objetivos anónimos pues lo sufren las mujeres mucho más si se organizan en un colectivo, personas por su género, por su color de piel, por vivir en la pobreza. El odio en eso es generoso en destinatarios. Se tratan particularmente de agresiones personales casi despojadas de contenido político; porque cuando la agresión parte del odio, lo que realiza justamente es una operación que se aleja del campo político para instalarse en otro sitio; uno en el que ya la democracia tiene menor relevancia. 

Lo que estamos viendo es un creciente discurso de odio. Desde luego no es especialmente local. En diversos países de Europa crecen las opciones políticas que señalan a los inmigrantes como culpables de toda crisis, del desempleo en primer lugar. En los EE.UU. no solo puede que reelijan a un presidente que reitera mensajes de intolerancia públicamente, sino que su sociedad está recorrida por peligrosas manifestaciones: desde hace semanas ciudadanos se expresan en contra del uso de mascarillas o tapabocas en medio de la pandemia porque lo consideran una amenaza a su libertad; quejas en medio de una ola de actos racistas, protestas y represión.

Hace poco más de un mes algunas personas salieron a las calles con armas largas exigiendo la supresión de la cuarentena. Actitudes similares hemos visto en Brasil, alentadas incluso por su presidente. Ante esta multiplicación de acciones semejantes en ciertas partes del planeta, no podemos dejar de observar que algo se está rompiendo.  Hay una capacidad de integración y contención que la democracia está viendo erosionarse y las medidas para contrarrestarla no parecen estar a mano. Por lo pronto parece necesario comprenderla con precisión esta reacción. Convive con el ascenso del universo político de la derecha, que no es un espacio ideológico monolítico sino que conviven también allí varias tradiciones: la económica liberal, la cultural conservadora, la social elitista que arrastra tras de sí experiencias autoritarias e intolerantes.

Todo eso, por momentos diferenciado y combinado a la vez, resurge. Si supiéramos con exactitud qué lo alimenta, nos ayudaría a detener el halo de odio que peligrosamente se esparce, aunque en nuestro país solo en un nivel discursivo, pero no deja de ser preocupante. En efecto es difícil en ocasiones comprender qué genera ese odio. Recuerdo una escena de la película inglesa “Soplando el Viento” que narra las consecuencias sociales del creciente desempleo durante el thatcherismo; hay una escena en la cual una niña reza “para que se muera Thatcher”. Era la imagen desgarradora de una pequeña angustiada por el dolor de su padre sin trabajo.

Esa actitud parecía la resultante razonable y desaforada de un dolor material, concreto, visible. Pero ante los acontecimientos mencionados ¿Cuál es la génesis de estos odios? ¿Por qué odiar irremediablemente a funcionarios públicos sin importar lo que hayan hecho? ¿Por qué a los pobres? Seguramente la nueva cuestión social con su falta de horizonte para millones tenga mucho que ver. La semana pasada una periodista difundió, tergiversando, una resolución del BCRA respecto a la posibilidad de exceptuar del pago del impuesto país en la compra de divisas por parte de personas víctimas del terrorismo de Estado; bastó esa información errónea, ya que la medida no era en los términos que se presentó, para que se multiplicaran los agravios en la redes. (Nótese otra vez el lugar destacado que periodistas ocupan a la hora de despertar odios). Luego vino la aclaración y la ola cesó. Seguro en unos días conoceremos otra que nacen de odios en ocasiones inexplicables a simple vista pero cuyas consecuencias no podrán ser una convivencia mejor.

Hay quienes creen que hay que dejarlos expresarse sin darles notoriedad. Están quienes se muestran más preocupados. Delante de ambas actitudes vuelve la política como llave. Porque otra vez es la política quien puede dibujar las respuestas. Pero hay que hacerlo.

Fuente: El Destape